martes, 15 de octubre de 2013

JOHNNY GUITAR (1954), de Nicholas Ray

“Miénteme, dime que me quieres” y los ojos de Johnny se clavan en los de Vienna porque la soledad ha hecho demasiada mella en sus canciones y en las balas de ese tambor de revólver que nunca ha dejado de tocar. Ella le miente con la boca pero le dice la verdad con los ojos y Johnny muere porque la lejanía ha sido demasiado castigo para el error que cometió hace muchos años. Vienna ya no es la chica desamparada que encontró en algún rancho del Norte. Ahora es toda una mujer, que sabe defender lo que es suyo. Incluso parece que, en una eterna lucha contra el tiempo, ha querido conservar todo lo que sentía por Johnny, con sus odios y sus ternuras, con sus desplantes y sus cercanías. Johnny intuye que es así. Por eso vuelve, por eso entona esa triste canción que tantos recuerdos les levanta pero que también es un nexo de unión atado con una cuerda de guitarra.
Y alrededor de ella, siempre sola y rodeada de débiles, se ha construido un muro de intereses materiales, morales y sociales que intenta por todos los medios derribar todo lo que ha conseguido en estos años. Vienna no entiende muy bien por qué existe toda esa animadversión hacia ella. Celos, dinero, envidia, simples ganas de agarrar cualquier tipo de venganza y emprenderla con quien se tiene más cerca y resulta el blanco perfecto para los más poderosos…Johnny viene precisamente a eso, a abrir una brecha en todo ese cerco implacable que se ha erigido en torno a ella. De forma injusta, con la insidiosa mirada de otra mujer que cree que solo puede ganar cuando acaba totalmente con Vienna. Al fin y al cabo, hay que exterminar a los que valen más, a los que pueden más, a los que conquistan más.
Si hubiera alguna denominación posible para una expresión como la de “western desencantado” podría aplicarse esta película como el perfecto ejemplo. El héroe es un simple trovador que conoce lo que es la furia de las pistolas porque siempre ha sabido empuñar una pero el carácter lo pone una chica que no deja caer los puños en todo lo que hace, quizá, porque ha tenido que abrirse paso a golpes. Sterling Hayden era el hombre perfecto para cargar en la espalda con un pasado imperfecto en el que no quiso asumir responsabilidades. Joan Crawford cautivaba con una mirada que se colocaba en el mismo filo de la agresividad y la vulnerabilidad. Mercedes McCambridge era la serpiente viperina que no dudaba en manipular la verdad para conseguir un inútil triunfo de mujer del que nadie se enteraría salvo ella misma. Nicholas Ray siguió mirando a través de las cuerdas de su guitarra para volver a decir que los viejos pistoleros nunca mueren, que a todos nos atravesó alguna vez la flecha del amor por muy duros que fueran los disparos y que, de vez en cuando, con un puñado de personajes que se accionan y reaccionan alrededor de una historia que les lleva a desahogar sus pasiones, se puede hacer algo muy parecido a una obra maestra maldita, injuriada, romántica y desgastada. “Miénteme, dime que me quieres…”

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