miércoles, 6 de noviembre de 2013

EL CASO DE LUCY HARBIN (1964), de William Castle

El trauma de un asesinato brutal queda grabado en los ojos. Pueden ser ojos de adulta, de mujer resuelta y atrevida que esconderá su crimen tras las paredes de un hospital psiquiátrico. Pueden ser ojos de niña que tratará de olvidar por todos los medios que la carne de la que vino es la causante de tanta crueldad. Pueden ser ojos de mujer que intenta sumergir en la normalidad lo que es auténtica anormalidad. Pueden ser también los de un hombre sencillo, honesto y trabajador que solo quiere que la felicidad sea algo rutinario. Pueden ser, por último, los de un tipo embrutecido y desagradable, que anda con el desprecio entre las piernas y el cansancio en el ánimo. Todo ello para volver a ordenar un rompecabezas que fue partido por un hacha, con terrible premeditación. Porque a cada golpe, se parte la vida de todos en dos y no precisamente la de las víctimas.
Y por toda la historia se intuye un halo de inquietud, una incómoda sensación de que no todo está encajado como debería. La máscara tras la máscara es el perfecto disfraz para creer lo que no se cree y no hay paz para aquellos que cometieron errores tan sangrientos. La lejanía de una granja es el escenario donde ocurre la locura y todo se junta y se vuelve a fragmentar, como una historia mil veces vista, mil veces gritada y mil veces rota en pedazos.
William Castle demostró en varias de sus películas que era capaz de hacer buen cine sin necesidad de grandes presupuestos. Aquí agarró un reparto muy competente con Joan Crawford a la cabeza, escondida entre la mansedumbre, la frialdad y el salvajismo; seguida de Diane Baker, luchadora incansable por volver a alcanzar la normalidad y secundadas ambas por un espléndido George Kennedy. El resultado es un cine de calidad que se deja notar porque los ojos de los espectadores deambulan de un lado a otro de la pantalla intentando encontrar razones dentro del desquiciamiento, sin saber que eso, en sí mismo, también lleva al otro lado de la cordura. No hay grandes panorámicas, ni efectos especiales rociados de falsa y gratuita hemoglobina. Solo hay imaginación, artesanía en la única escena brutal y buenas interpretaciones. Y un argumento que contar con las letras de Robert Bloch, el novelista que escribió Psicosis. Y ya no doy más pistas. Más que nada porque, en el interior de la sencillez, está la verdadera amenaza. En la agresiva mirada de Joan Crawford, se hallan todas las respuestas y, por una vez, ella no nos dirá que nos quiere. Todo lo contrario. Proferirá un alarido para que todo el mundo se entere de una vez que nos odia. Y así descenderemos a los infiernos, creeremos también que estamos encerrados en una habitación acolchada, no comprenderemos que se nos haya conservado la vida cuando todo nuestro cuerpo clama por la muerte y, por último, nos balancearemos en busca de una personalidad que dejamos atrás cuando hicimos algo que, tal vez, no fue tan brutal pero sí que sabemos que podría ser reprobable.

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