Todo el mundo sabe que Papá Noel
no puede ser un ladrón pero, esta vez, en un banco de un centro comercial,
parece ser que, necesitado de fondos, atraca a un banco. Ni siquiera el bueno
de San Nicolás es perfecto y el atraco tiene su aquél. Sí, porque comete un
error de bulto y es vigilar el movimiento de la sucursal durante algunos días
antes de perpetrar el asalto. Eso no tendría mucha importancia en
circunstancias normales. Al fin y al cabo, Papá Noel es un anciano con barba,
vestido de rojo, con una risa bonachona y siempre rodeado de niños. Es uno de
tantos. Sin embargo, hay un tipo muy listo que comienza a darse cuenta de esas
rondas de vigilancia, un cajero de banco cansado de ser ninguneado por todos y
harto de una vida rutinaria que decide tomar parte en el asunto. ¿Quién es más
listo? ¿Papá Noel o el gris oficinista? Eso lo tendrá que juzgar la policía…si
se entera de quién es realmente el que se lleva el dinero.
Ah, pero Papá Noel tiene una
enorme virtud. Es ubicuo. En Navidades te lo puedes encontrar en cualquier
parte repartiendo caramelos, paseando por la calle o simplemente viendo la
televisión. Y se da cuenta de que, después de un atraco que ha tenido un éxito
más bien mediocre, siempre hay alguien que le debe dinero. Así que se dedica a
buscar a los que pueden pagarle. Él no corre peligro. El único testigo del
crimen no puede hablar porque tiene, a buen seguro, poderosas razones para no
hacerlo y, sin embargo, es el que más sabe. Así que hay que coger a Rudolph y
al resto de ciervos e ir a buscarle y, si por el camino, dejamos un par de
muertos…pues qué se le va a hacer. Hay niños que merecen carbón y adultos que
más vale que se conviertan en fiambre.
Estupenda película, llena de
suspense, en un juego ingenioso de gato y ratón que delatan a Elliott Gould y
Christopher Plummer como contrincantes de cuidado, Daryl Duke dirigió esta película
con un guión de Curtis Hanson, sabiendo
hacia dónde quería ir y cómo sorprender al público. Todo funciona dentro de la
trama. La tensión, la frescura, la idea. Los personajes no son lo que parecen y
nada es lo que quiere ser. Tal vez porque hay muy pocas oportunidades para dar
un golpe que merezca la pena, que te haga pasar por inocente y, al mismo
tiempo, te proporcione un futuro lleno de seguridad. Siempre que se sepan
sortear los obstáculos impuestos por la crueldad, por la irritante policía y
por todos aquellos que una y otra vez se obstinan en etiquetar a las personas
por lo que hacen y no por lo que valen. El silencio es el botín y la
demostración de inteligencia se deja para quien tenga imaginación. Basta con
darse cuenta de que hay un testigo que, realmente, no dice nada aunque parezca
todo lo contrario. Y lo único que hay que hacer es tener cuidado, mucho
cuidado, de que no te corten el cuello con un cristal. Hay muertes que se
quedan grabadas. Como la cantidad de un botín que no cuadra demasiado con la
realidad. Como el deseo de salir de una mediocridad que permanece hasta que
llega el momento oportuno de asesinar esa horrible sensación.
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