miércoles, 8 de junio de 2016

SEMILLA DE MALDAD (1955), de Richard Brooks

El sonido de la tiza deslizándose por la pizarra es una de las acciones más adictivas del mundo. Puede que, en principio, no haya demasiada vocación por la enseñanza y que se crea que la docencia es solo un ejercicio de paciencia que acaba perdiéndose por naturaleza y por la misma inercia de las cosas. Hay muchos profesores que, presos de la desilusión, han arrojado la toalla y ya no esperan nada, dan aún menos y se quedan quietos, esperando la hora en la que la clase termina para empezar a soltar por la boca una serie de improperios contra esa turba que le atormenta y contra la que ha intentado acorazarse con la indiferencia. Sin embargo, hay otros que encuentran en todo ello un desafío. Entrar en la mente del niño que será hombre para proporcionarle unos cuantos resortes sólidos sobre los que apoyar su maduración. Hacer que la mente, ese animal que, por lo general, está dormido, despierte con el timbre de la curiosidad, de la sorpresa, del deseo de saber que, inevitablemente, traerá la virtud de estar. Comprobar que en cada uno de esos cuerpos que se retuercen en la rebeldía hay el germen de un hombre o de una mujer y que ellos van a ser tan importantes y tan protagonistas de sus propias vidas que tienen que proyectar admiración por el héroe de esa historia. Enseñar es un camino lleno de clavos de punta, que hay que sortear con la habilidad del mejor diplomático, del más listo de los eruditos y del más oportuno de los razonables.
Tal vez todo empiece con un simple guiño de complicidad, apenas perceptible salvo para el profesor que está ahí, dando la cara, intentando transmitir alguna aburrida teoría, algún hecho histórico de especial relevancia o alguna particularidad apasionante del lenguaje. Puede que, en un momento dado, se encienda la espita que atraiga la atención, que sea el principio de la bomba del conocimiento que todos llevamos dentro. Por supuesto, hay profesores malos que jamás se preocuparán por buscar esa chispa que dé comienzo a todo. También hay alumnos malos que se afanarán con denuedo en apagarla por cualquier medio, generalmente una contestación decepcionante que conlleva la negación del compartir. Porque la enseñanza es algo grande cuando el profesor percibe que se está compartiendo el objeto de estudio. Si solo es una parte la que lanza al aire el conocimiento y se pierde en el limbo, no sirve de nada, como una audiencia que será tan útil como un pupitre vacío. Por eso, hay algunos profesores que se dejan la piel, porque quieren volver a sentir esa inigualable sensación de que está llegando el mensaje, de que los alumnos responden, aunque solo sea por unos minutos, de que la voz afónica, la mano blanca manchada de polvo de tiza, las horas invertidas en preparación y corrección, la mirada de ilusión que se puso en algo que se creyó que les podía atraer merecen la pena. Es arrancar la semilla de maldad para que algo nuevo crezca. Algo nuevo y maravilloso.

Richard Brooks dirigió su primera película poniendo atención en esa juventud que apenas sueña pero que no deja de actuar, aunque sea mal. Para ello contó con Glenn Ford como ese profesor inasequible al desaliento aunque tenga momentos de desesperación, con Sidney Poitier como ese alumno que se resiste aunque tenga conciencia de que, en su interior, hay un punto de inteligencia, con Vic Morrow como ese otro alumno que nunca entrará porque es incapaz de poner orden en sus sentimientos interiores y cree que solo la rebeldía es la respuesta. Y la rebeldía es buena pero solo cuando se usa con inteligencia a través del conocimiento. No hay nada peor que un rebelde analfabeto.

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