viernes, 23 de junio de 2017

CRIMEN DE DOBLE FILO (1965), de José Luis Borau

Madrid gris. Madrid lluvioso. Madrid triste. Madrid oscuro. Tras los muros de las casas que aguantan el azote de la lluvia se esconde un músico que tiene miedo a la decisión. No está a gusto en ninguna parte porque siente que el fracaso preside todas sus acciones. El mismo aburrimiento de una tarde interminable hace que descubra un cadáver y que vea el rostro del asesino. Denuncia el asesinato pero no dice nada sobre su autor. Tal vez porque el miedo, una vez más, le paraliza. Teme las consecuencias y no quiere arriesgar el silencio de su hogar. Y, sin embargo, su error va creciendo tanto como su angustia. No se puede concentrar. No puede seguir adelante. Se confía a su mujer. La única que le ha comprendido pero que parece como distante, lejana, ausente. Las nubes no se van y el gris es el color de su vida. Quizá todo asesinato, en el fondo, es una partitura de pasión.
En su tedio claustrofóbico, el músico cree que todo le incrimina a los ojos del asesino. Él no ha dicho nada pero el criminal no lo sabe y, por tanto, puede ser su próxima víctima. Ya no tiene notas que ofrecer salvo una en clave de desolación. La policía se esfuerza por dar carpetazo al caso pero hay algo que no cuadra demasiado. Es el amor que, sin embargo, hace daño cada vez que se acerca. Ese músico sin melodía también merecería estar con los trastos del sótano, donde se halló el cadáver. Es como un arpa arrinconada y con las cuerdas rotas. Es como el ruido de la lluvia sobre las aceras de una ciudad sin ánimo. El melodrama se tiñe de negro y puede que no haya tanta sofisticación en un crimen sin resolver aunque el músico cree haber hallado la solución. Los crímenes de doble filo pueden ser trampas que exhiben una cuchilla incapaz de cortar. Aunque la otra sea mucho, mucho más dolorosa.
Malditos vecinos que siempre asoman la nariz para enterarse de las vidas ajenas. A veces testifican con el chismorreo en la orilla de los labios solo para que taparse las vergüenzas propias. Madrid sucio. Madrid perdido. No hay más entretenimiento en la capital que en cualquier pueblo lleno de indiscretos. El filo cortará tan fuerte que ya no quedará empuje, ni ánimo, ni ganas. Solo un final escrito sobre la espalda del más débil. La tragedia de un hombre ridículo, insignificante, que creció a la sombra de su genial padre solo para dejar bien clara su insultante mediocridad. El polvo entra en el olfato con tanta violencia que ya no se lo podrá quitar nunca. Es como un barco varado en una ciudad hecha de asfalto e inerte. El golpe final escrito sobre el pentagrama vacío será una coda hacia la derrota. Un crimen más. Una vida menos.

José Luis Borau dirigió esta historia con elegantísimos movimientos de cámara y aplicando los principios estéticos del Nuevo Cine Español al cine negro y para ello contó con Carlos Estrada y Susana Campos de protagonistas y, sobre todo, con unos secundarios de tronío e intensidad como Antonio Casas en la piel del comisario encargado del caso y José María Prada como el indiscreto sastre del bajo A. Todo para decir que la pasión puede ser el testigo mudo y pasivo de un crimen que condena a la muerte en vida. 

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