Puede que todas las
conquistas del hombre estén envueltas en una mentira. Y más aún en los tiempos
de progreso, donde los presupuestos se disfrazan, los avances se magnifican y
la prensa aumenta todo lo que, en realidad, es muy pequeño. Así que es posible
que, cuando el hombre decida ir a Marte, pueda ir, pero todo ocurra mucho más
cerca. Con la connivencia del director de la agencia espacial, del Presidente
de cualquier país y de la opinión pública porque, al fin y al cabo, cualquier
éxito mediático sin precedentes no hace sino aumentar la solidez del gobierno.
Y más aún cuando se ha anunciado el gasto de miles de millones cuando han sido
algunos menos. Todo irá bien, salvo que a algún periodista escurridizo, de esos
que no van en busca de titulares gratuitos aunque haya metido la pata en alguna
ocasión, que lucha por la verdad, comience a realizar preguntas indiscretas. Y
todo porque le parece rara la consabida conexión de los astronautas con sus
familias. Puede que, de todas formas, todos los planetas estén contenidos en
éste y el mundo no sea más que un inmenso teatro donde ponemos en juego las
ambiciones, las continuidades, las mentiras y alguna, muy poca, verdad.
La voluntad es el arma
más letal que posee el ser humano. Y, cuando todo está perdido, esa voluntad se
dispara porque se da cuenta de que, si no se levanta, ya no habrá más
voluntades. Así que lo que, en principio, era un engaño a escala mundial, se
convierte en una huida en plano personal. Son tres posibilidades para llegar a
la civilización y comenzar a decir, por una sola y maldita vez, cuál es la
verdad. El desierto es un enemigo peligroso porque se parece mucho al espacio
exterior. Es inhóspito, agresivo, implacable. No concede ni un milímetro de
supervivencia a quien osa atravesarlo. Hay que ganárselo aunque todas las
fuerzas que están en contra sean superiores en número y poder. Mil cosas pueden
salir mal cuando se sale de la cápsula espacial con un traje de astronauta. Mil
cosas pueden salir mal cuando se sale de un estado de muerte próxima sin más
instrumento que la voluntad.
Peter Hyams dirigió con
brío esta película sobre engaños y verdades en una imaginaria hazaña espacial
en la que, tan solo, flaquea en el montaje donde se puede comprobar hasta dónde
se puede desvirtuar una historia cuando unos metros de película necesarios se
quedan definitivamente en el suelo de la moviola. James Brolin, Sam Waterston,
Karen Black y un estupendo Elliott Gould ponen rostro y sospecha y el resto de
la historia es puro entretenimiento. No puede ser menos cuando se trata de
engañar a millones de espectadores y fingir que se ha pisado un planeta nuevo,
un paso más en el deseo de la Humanidad por ganarse millones de mentes
alienadas por cuentos de ciencia-ficción y grandeza. Nadie nos puede asegurar
que aquello que sale por nuestros televisores sea verdad, pero sí tenemos una
inteligencia que puede separar datos, contrastarlos y darnos cuenta de la
cantidad de mentiras que pueden colar en nuestras casas.
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