martes, 14 de mayo de 2019

CERCO DE ODIO (1948), de Rudolph Maté

Mañana, festividad de San Isidro, no habrá artículo. Retomaremos el ritmo habitual de una vez por todas el jueves día 16. Gracias por vuestra paciencia.

Quizá las raíces de la maldad se hallen en el más profundo subconsciente. Por ello, es posible que se asesine sin ningún remordimiento de conciencia, a traición y por la espalda; o que no se tenga ningún reparo en mantener a una familia como rehén mientras se espera una vía de escape. Claro que, tal vez, quien es malo nunca se ha detenido a pensar qué es lo que causa su comportamiento. Puede que fuera que un niño viera lo que ningún niño tendría que ver; o que la angustia se haya instalado en la mente y forme pesadillas simbólicas; o que el amor, ese concepto cursi, trasnochado y reservado únicamente a los débiles, sea algo que sólo se ha probado de pasada y entre golpe y golpe. Al Walker va a afrontar una prueba muy difícil esta noche. Va a pasarla con un psiquiatra especializado en mentes criminales mientras espera el rescate de un compinche. Y aquí es donde se entabla el duelo de la inteligencia contra el subconsciente. Walker no es un hombre ilustrado, no es más que un bruto que ha obedecido siempre a la simple regla de “lo quieres, cógelo”. Para él resulta casi inconcebible que los sueños tengan interpretación. Los sueños, sueños son y no hay que darle más vueltas. El Doctor Andrew Collins se encargará de demostrarle lo contrario.
Ningún paciente está curado si se encuentra el origen de sus traumas, pero, a partir de ahí, sí que se puede tratar. Cuando Walker tiene conciencia de cuál es el problema que lo ha perseguido durante toda su vida, comenzará a funcionar su sentido vital, su moralidad dormida, su ética humana. Cae el cerco de odio que le ha estado asolando durante toda su maldita existencia. ¿Quién lo iba a decir? Un paraguas roto, una mancha en una tabla, una lluvia persistente y acusadora, unos barrotes inamovibles. Mientras tanto, sus rehenes esperan, sus camaradas esperan, su chica espera, su huida espera. Ahora sólo importa tener conciencia de que él, Al Walker, también tiene sentimientos.
Breve, rotunda, presurosa, Cerco de odio se inscribe dentro de la serie B que tan bien sabía manejar Rudolph Maté y que, en esta ocasión, centra sus esfuerzos en el duelo interpretativo que sostienen William Holden y Lee J. Cobb. No hay demasiados escenarios. No hay demasiada acción. Los diálogos cubren todas esas necesidades para encontrar cuál es la verdadera enfermedad de un hombre sin escrúpulos, capaz de utilizar lo que sea y a quien sea con tal de lograr sus fines y meterse en un baño inútil de sangre con el fin de saciar esa comezón que lo devora en su interior sin poder satisfacerla jamás. Una hora y diez minutos de película con la mente como principal motivo y tratando de sacar a la luz los choques íntimos que nos convierten en lo que somos, mejores o peores, asesinos o buenas personas, días o noches, verdades o mentiras. Esa respuesta quizá venga con el amanecer. Y el sol será el primer destello de esa bala que jamás debió salir de la recámara.

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