martes, 6 de julio de 2021

EL FUEGO Y LA PALABRA (1961), de Richard Brooks

 

Elmer Gantry es el charlatán perfecto. No en vano se dedica a vender artículos de mala muerte por los puebluchos más inmundos del profundo sur de Estados Unidos. Después de una noche de borrachera y huida, encuentra su vocación verdadera. Y, por supuesto, es vender otro artículo de mala muerte. Se trata de la creencia fanática en Dios. Gantry dirá los más hermosos discursos, salpicados de trucos de actuación de feria, sin vacilaciones, sin más adornos de los que proporciona su propia dialéctica. Al fin y al cabo, ha estado engañando toda su vida y éste es un engaño más. Se trata de hacer que la gente tenga esperanza, que crea que hay algo más allá, algo poderoso y bello, sin fisuras, que existe porque tiene que existir. Si no es así, la vida será un engaño más en esa maleta que alguien puso en nuestras manos.

Y Dios, sin ningún género de dudas, es amor. ¿Y qué es el amor? El amor es la estrella de la mañana y de la tarde…El amor divino, por supuesto, no el carnal. Y Elmer Gantry no deja de repetir que el amor nos rodea, nos envuelve y nos hace humanos, maravillosamente humanos. Y la gente cree porque lo que más quiere es eso mismo: creer. El circo se monta y hay que viajar. Y al lado de Gantry está esa mujer que cree también realmente en lo que hace, Sharon Falconer. Su personaje es necesario, porque asistiendo a su devoción, podemos diferenciar la falsedad que emana de la cascada de palabras que salen de boca de Elmer Gantry. La palabra será el símbolo de la mentira. Quizá el fuego lo purifique todo.

Richard Brooks se arriesgó con la adaptación de la novela de Sinclair Lewis Elmer Gantry porque, a principios de los sesenta, el cuestionamiento de los predicadores evangélicos y su efecto sobre la ingenuidad intrínseca de sus fieles era un tema prohibido y considerado peligroso. La fábrica de fanáticos puso el grito en el cielo cuando se estrenó la película y la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas premió a Burt Lancaster con un merecidísimo Oscar al mejor actor de aquel año por una interpretación completa, avasalladora, llena de recursos, muy cercana al método, pero enormemente visceral. A su lado, se pueden apreciar los brillantes trabajos de Jean Simmons, de Shirley Jones y de Arthur Kennedy y, también, nos perdemos en los interminables discursos de convencimiento religioso, de milagros que beben de la sugestión, del enfervorizado deseo de creer en algo que es una mentira evidente. Elmer Gantry nos pondrá una flecha en medio de las creencias y, mostrando toda la parafernalia que se mueve detrás del enorme espectáculo de la fe, hará que nos inclinemos en cualquier dirección aunque tendremos la certeza de que el engaño siempre estará ahí, acechando detrás de las aristas del alma.

Por el camino, siempre habrá un pasado reprochable hundido en el fondo de un vaso de whisky, o un buen puñado de falsas promesas a una chica que acabó en un prostíbulo esperando su venganza. La fe, aunque sea falsa, también será puesta a prueba. Y sólo quien es verdaderamente fuerte podrá superar cualquier obstáculo. La muerte es lo único seguro y, con toda seguridad, Elmer Gantry tampoco cree demasiado en ella.

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