Caminar hacia el desastre con el sendero empedrado de casacas rojas hace que la tierra tiemble por el amanecer de un pueblo que se sintió invadido y agredido y menospreciado por esos arrogantes ingleses que creyeron que con sus tácticas y sus saberes bélicos iban a arrasar allí por donde pasaran. Pero muchas veces, la construcción de una derrota es culpa de los mismos vencidos y eso es lo que nos muestra esta película que parte de un guión de Cy Endfield (un perseguido por el Comité de Actividades Antiamericanas exiliado en Gran Bretaña) que ya narró con singular perspicacia una de las resistencias más heroicas jamás vistas en las guerras coloniales dieciocho años antes en Zulú, con Michael Caine y Stanley Baker en los papeles protagonistas.
En esta ocasión, Endfield cede los mandos de la batería de fuego a Douglas Hickox, poseedor de una corta filmografía como director, pero que sin duda hace la mejor película de toda su carrera apoyándose en un reparto de ensueño encabezado por los ilustres nombres de Burt Lancaster, Peter O´Toole y John Mills que otorgan una rígida apostura a los inflexibles oficiales que, de tanto querer organizarlo todo, fueron los principales responsables de una desolada derrota, de una arrasada nada, de un heroísmo que pasó de largo para instalarse en los primitivos escudos de una nación zulú que sabía morir y sabía luchar.
Y la vocación de Amanecer zulú, en contra de lo que pueda parecer, no es describirnos una batalla cruel que se prolonga hasta la muerte. Pretende ser un drama de unos hombres que fueron rodeados por los mejores guerreros imaginables y perdieron por los peores jefes que podían tener. No hay simpatía, al contrario que en Zulú, en esta ocasión ni por los británicos, ni por los indígenas. La cámara nos barre el campo de batalla con suma objetividad y nos muestra hechos de la manera más fría posible y, tal vez, en algún momento lleguemos a la irritación por ver cómo unos hombres se dirigen irremediablemente hacia un lago de sangre en medio de un desierto de incompetencias concatenadas.
El desdén, en muchas ocasiones, es el peor enemigo de quien se apresta a combatir. Por eso, tal vez, en nuestros ojos de espectadores habrá una ligera curva de extrañeza al ver una película que nos narra un fracaso en rojo y amarillo para describir un día que se tornó negro. Así que hay que ponerse a cubierto e imaginar lo que sentirían mil ochocientos hombres que se vieron rodeados por más de seis mil guerreros zulúes. Y hacer que la nuez de nuestra garganta se convierta en el ascensor del miedo y dejar que nuestro gaznate sea la arena caliente que salpica los ojos con la furia de unas lanzas que surcarán el aire buscando, a buen seguro, un corazón al que partir. Y cuidado con el juicio, tanto brillo en las casacas y tanta aristocracia entre los galones son los mejores obstáculos para perder y los valientes comenzarán a gritar su alarido de victoria.
Y la vocación de Amanecer zulú, en contra de lo que pueda parecer, no es describirnos una batalla cruel que se prolonga hasta la muerte. Pretende ser un drama de unos hombres que fueron rodeados por los mejores guerreros imaginables y perdieron por los peores jefes que podían tener. No hay simpatía, al contrario que en Zulú, en esta ocasión ni por los británicos, ni por los indígenas. La cámara nos barre el campo de batalla con suma objetividad y nos muestra hechos de la manera más fría posible y, tal vez, en algún momento lleguemos a la irritación por ver cómo unos hombres se dirigen irremediablemente hacia un lago de sangre en medio de un desierto de incompetencias concatenadas.
El desdén, en muchas ocasiones, es el peor enemigo de quien se apresta a combatir. Por eso, tal vez, en nuestros ojos de espectadores habrá una ligera curva de extrañeza al ver una película que nos narra un fracaso en rojo y amarillo para describir un día que se tornó negro. Así que hay que ponerse a cubierto e imaginar lo que sentirían mil ochocientos hombres que se vieron rodeados por más de seis mil guerreros zulúes. Y hacer que la nuez de nuestra garganta se convierta en el ascensor del miedo y dejar que nuestro gaznate sea la arena caliente que salpica los ojos con la furia de unas lanzas que surcarán el aire buscando, a buen seguro, un corazón al que partir. Y cuidado con el juicio, tanto brillo en las casacas y tanta aristocracia entre los galones son los mejores obstáculos para perder y los valientes comenzarán a gritar su alarido de victoria.
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