martes, 12 de febrero de 2013

FORT APACHE (1948), de John Ford

Pocas cosas he visto más tristes y más desoladoras en un cine que el baile de suboficiales de esta película. Esos hombres curtidos, perdedores por naturaleza que agarran respetuosamente del brazo a sus damas y ensayan un desfile bailado cuando al día siguiente van a encontrar la muerte, me desgarran, me dejan a la altura del polvo de sus botas, con un nudo en la garganta, con ganas de tener un alto sentido del deber y de encaminarme hacia el fin con unas banderas ondeando al viento. Por el camino, John Ford me ha mostrado el valor del primer enamoramiento, la solidaridad, la entrañable amistad, la entrega de unos amigos de toda la vida hacia su niño mimado convertido en oficial, la honestidad y el desprecio militar, el error y la victoria en la derrota. Los guerreros siempre vuelven sobre sus huellas para llenar los senderos de una obligación que solo podía morir, sepultada por el paso del tiempo y de las insignias y de los homenajes y de las grandes palabras. Lo que hicieron estuvo mal pero eso no quiere decir que no fueran hombres de una pieza, grandes y únicos, heroicos y también cumplidores, galanes y caballerosos. Quizá hubo que estar allí para apreciar lo que verdaderamente hicieron y el tributo no se hace a los militares sino a los maravillosos seres humanos que habitaron un fuerte allí, en la frontera, al borde mismo de la nada.
Cuando las lágrimas caen sobre la piel del desierto, dejan un surco que es imposible de borrar. Es lo que pasa cuando se ve esta película y se siente la pérdida de unos personajes que nos han estado acompañando con tanto cariño durante dos horas. Las balas zumban, los gritos de los indios clamando venganza por ser engañados resuenan. Termina la proyección y siguen ahí, rondando la cabeza como una interminable rotonda de nativos acosando a los hombres de azul con pañuelo amarillo. Ya no se ven las banderas, solo el rastro que deja la sangre. No todo se puede sacrificar por el afán de la gloria.
En el cielo, parece que se recortan las sombras de jinetes eternos, cantando viejas canciones irlandesas mientras se dirigen hacia alguna misión situada en el horizonte. Las mujeres aguardan, regalándose cobijo unas a otras, consuelo de hombres tornado en belleza. Los sables suenan en los costados de los oficiales, apilando en los rincones viejos rencores de batallas pasadas, desobediencias insolentes o ingenuidades reprochables. Los hombres y mujeres de aquel fuerte no murieron nunca…porque no estaban solos. Estaban en la mejor compañía. Ellas murieron porque su corazón y gran parte de su vida fueron enviados a la masacre. Ellos lo hicieron porque un loco con ansias de salir de allí no supo apreciar que tenía a los mejores a su servicio. La leyenda hizo justicia con ellos, pero también tapó sus errores. Como todos los galopares. Como todas las leyendas.

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