Siempre he dicho que la inverosimilitud es un privilegio casi exclusivo del cine. No importa caer en ella si se siguen las reglas que se establecen en la propia historia. Alfred Hitchcock sabía mucho de ello y en sus películas abundan las inverosimilitudes que formaban parte de su propia maestría porque, sencillamente, al público no le importaba que aquello no tuviera ninguna traza verosímil y como muestra es recurrente el ejemplo de Con la muerte en los talones y la famosa secuencia del avión intentando fumigar a Cary Grant. Citas a un fulano en medio de un cruce polvoriento de carreteras, más desierto que el cerebro de un político, y en lugar de pegarle dos tiros y dejarlo allí, mandas a un avión a ver si consigue asfixiarlo o, en su defecto...¡atropellarlo!
El problema es cuando abusas del recurso de la inverosimilitud para adentrarte ya en los terrenos baldíos de la ilógica. Y es un problema de grandes proporciones porque agarrándote a eso, lo que vas a conseguir es tener licencia para hacer lo que te venga en gana, sin ninguna justificación, solo por el hecho de que tienes un fondo de argumento bastante atrayente pero que, si no le das muchas vueltas, el asunto se convierte en una sucesión de absurdos que hacen que el público jamás pueda entrar en la historia. La solución que te has inventado resulta que forma parte del problema.
Todo eso se difumina aún más cuando la historia se resquebraja por culpa de unos diálogos que suenan falsos desde el principio. Tal vez porque la dirección de actores es más bien floja, o porque no se puede sacar de donde no hay. El caso es que no te crees esa declamación impostada que pretende ser natural y resulta pura dicción hecha de cartón. Los personajes, por otro lado, sin muchas vueltas. Niño pijo que ha conseguido todo lo que ha querido con solo abrir la boca y que ha perdido ligeramente el rumbo y que, de repente, es el tío más interesante del mundo porque practica surf, es un manitas impresionante con una habilidad que ya quisiera Super Mario y que además se liga a la tía más guapa y buenorra de toda la facultad. Amiguito algo menos pijo, con mucha menos personalidad pero que asume con agrado el rol de graciosillo de turno. Chica cañón que se pone más a tiro que el Papa en Brasil y que además es una artista en ciernes. Repelente niño Vicente que es listo como el diablo y, por supuesto, sabe de ordenadores más que Steve Jobs y Bill Gates juntos. Malos muy malos con la guinda de una Geraldine Chaplin haciendo de hombre y fingiendo una voz necesitada de un trasplante de cuerdas vocales y un médico incorporado por Joaquim de Almeida que es más plano que el encefalograma de algunos jugadores de fútbol. Y eso es todo amigos. Todo lo demás se sustenta por ese fondo que tiene un buen gancho para colgar el interés y por la estupenda banda sonora de Roque Baños que coge, con algo de lejanía, algunos fundamentos de Bernard Herrmann para traer aún más a la memoria la magistral sombra del tío Alfred.
Y es que la juventud suele ser muy osada y eso es algo que se olvida con facilidad. El atrevimiento es algo inherente a la mirada ilusionada por el amor y el tránsito a la vida adulta siempre es un paso difícil, incomprensible y preñado de decisiones que no apetece tomar. En algún lugar, en el interior de un joven, se está formando un hombre que está a punto de surgir en su propia naturaleza según sepa guardar el equilibrio entre las necesidades, las éticas, lo importante y, por supuesto, la propia educación. Pero hay mucho camino entre ese proceso de aprendizaje y el tráfico de inverosimilitudes a granel que puede desatarse con la excusa, muy débil, de que los jóvenes son imprevisibles, osados y valientes. A menudo, no lo son. Y, de hecho, no lo son siempre. El grado de individualidad determina la formación de una personalidad que parece que se escurre entre los años de indecisión. No vale todo. Y el triunfo está muy, muy lejos.
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