jueves, 26 de octubre de 2017

GEOSTORM (2017), de Dean Devlin

Supongamos por un momento que nada del cambio climático es verdad. No hay calentamiento global, solo el efecto “isla de calor”. En realidad, no vamos hacia una era de aumento de temperaturas, sino todo lo contrario, volvemos poco a poco hacia una nueva glaciación. Algo que responde al comportamiento cíclico del tiempo atmosférico. ¿Es que eso nos libra de toda responsabilidad? ¿Deberíamos vivir despreocupadamente y no cuidar del planeta? Más industrias, más crecimiento, más combustible quemado, más humo y más desidia.
En cualquier caso, solo tenemos un planeta, un hogar que nos acoge y con el que el ser humano todavía no ha aprendido a convivir. Debería de ser algo sagrado para todos nosotros y nuestra obligación sería hallar el perfecto equilibrio entre el progreso, siempre ávido de contaminación, y la conservación de todo lo que permite la vida. Nada nos puede quitar esa tremenda responsabilidad. Y todavía no hemos aprendido, no dejamos de mirar hacia otro lado, preferimos creer lo que nos conviene y no lo que nos hace vivir. Tendrá que ocurrir alguna desgracia de grandes proporciones para que se tomen medidas serias que vayan algo más allá de un protocolo entre naciones que, al fin y al cabo, siempre acaba tornándose en papel mojado por culpa de demasiados intereses en contra de nuestra supervivencia.
Cuando llegue ese momento, tal vez haya que tirar mucho del ingenio porque no habrá ninguna marcha atrás. Habrá que desarrollar algún sistema que permita controlar el tiempo, al menos parcialmente. Tal vez toda una red de satélites alrededor del globo terráqueo que se convierta en una verdadera armadura en contra de los desastres naturales y de la rebelión de la propia Naturaleza. Un ingenio que tendrá que ponerse en marcha en una situación de tristeza e, incluso, de desesperación.

Y a partir de aquí, la fábula. El misterio, la tergiversación de los objetivos, la peligrosidad de la era tecnológica y la misma debilidad humana de siempre. Dean Devlin, el director que recoge el relevo de Roland Emmerich en cuanto a la descripción de destrozos a gran escala y que ya fue su productor en Independence day o El día de mañana, monta un espectáculo que se mueve en tres niveles. El primero es el thriller de misterio. Aunque algo previsible, funciona con cierta soltura y las partes más interesantes de la película corresponden a esta faceta. Con ritmo y algún que otro resbalón como el de la misma resolución de la intriga. El segundo es el de la catástrofe. Grande, espectacular, increíble y nada que no se haya visto ya. Más de lo mismo con menos intención. El tercero es el de la película de aventuras llana y plana. Aceptable en su parte final y totalmente desbarrada en su vertiente científica. Sorprendente la calidad de la banda sonora de Lorne Balfe y con interpretaciones muy justitas en las que ni siquiera se salvan Ed Harris y Andy García, con pocas oportunidades para demostrar lo que saben. Por lo demás, lo de siempre. Una película con momentos de humor que salvan algunos diálogos y espectacularidad asegurada. Quizá un poco diferente por aquello de intentar mezclar géneros algo dispares y no salir demasiado dañada, pero de fácil olvido y breve poso. Es como si en el pronóstico nos dijeran que el tiempo va a ser nuboso con posibilidad de precipitaciones. No hay nada claro y, tal vez, su mensaje ecológico sea demasiado evidente, pero no por ello está exento de razón. Cojan sus chubasqueros, les va a hacer falta.

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