martes, 6 de marzo de 2018

LA PÍCARA SOLTERA (1964), de Richard Quine

Ser la psicóloga perfecta no es demasiado difícil. Basta con tener una apariencia de respetabilidad, publicar de vez en cuando algún libro sobre la sexualidad, mantener siempre la distancia con los pacientes y ofrecer una imagen de cartón que nadie puede traspasar. Sin embargo, las revistas que solo creen en el último escándalo no tardarán en poner a su mejor hombre tras la pista de la sucesora más atractiva de Freud. Es un tipejo sin escrúpulos, aunque bastante bien parecido. Para él, no hay noticia que se le resista, psicóloga que no conquiste, ni paciente que no hable. Se plantará ahí mismo, al otro lado de la mesa, para destapar la terrible verdad de que la psicóloga que ha escrito el libro definitivo sobre el sexo no ha probado en su vida el chocolate con churros.
Este tipejo despreciable vive al lado de un hombre bastante ridículo. Es un empresario experto en medias de seda. Conoce perfectamente a las modelos por las piernas. Por el rostro ya es más olvidadizo. Ha amado profundamente a su esposa. Pero el matrimonio está pasando por una mala época. Su esposa es aturdidoramente celosa. Es capaz de estrellar la vajilla entera para exteriorizar su desconfianza hacia su marido. Y, claro, el hombre no hace más que pasar continuamente al apartamento del periodista sin escrúpulos para contarle sus cuitas y sus penas. Y empieza el galimatías. Los personajes desfilan, las jugadas se suceden. El periodista quiere conquistar a la psicóloga que, a su vez, es rondada por un estúpido diplomado que baila de una forma muy rara. Si es que no hay ni uno normal, ni uno.
Todo acabará en una loca persecución hacia el aeropuerto. La autopista se convierte, por obra y gracia del homenaje al cine mudo, en un escenario de excesos, accidentes, conversaciones de ventanilla a ventanilla, marcas de neumáticos en el asfalto, vueltas y más vueltas. Todo para vendernos el tipiquillo final de todas las comedias románticas. Psicóloga, periodista, chocolate con churros.

Richard Quine consiguió una comedia que funciona al ciento veinte por cien dirigiendo con sujeción y gracia a Tony Curtis, Natalie Wood, Henry Fonda y Lauren Bacall. No es fácil guardar el equilibrio entre estos cuatro nombres, pero hay que conocer que Quine lo consigue justamente hasta el tramo final en el que su homenaje al slapstick con esa persecución de taxis, coches y furgonetas resulta algo repetitiva y ¿por qué no decirlo? Falto de gracia. En cualquier caso, en sus dos tercios anteriores, la película es brillante, dinámica, graciosa, simpática, sorprendente y vivaz, con estupendos trabajos del cuarteto protagonista, capaces de vender cualquier relato que se precie. Y con mucha clase. En ningún momento se cae en el mal gusto. La elegancia parece ser el santo y seña de cualquier escena. Y en fondo, se disfruta mucho con esta comedia de equívocos equivocados equivocándose. ¿Podemos regresar ya?

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