viernes, 22 de noviembre de 2019

LE MANS 66 (2019), de James Mangold



La pasión por la velocidad es algo que ha movido a la raza humana desde siempre. Y es aún más obsesiva cuando un puñado de soñadores decide romper el monopolio de victorias de Ferrari para fabricar un coche competitivo que se convierta en leyenda. Sin embargo, en el sueño, suele haber demasiados intereses creados porque, al fin y al cabo, lo que se quiere es vender. No valen excusas como el deporte, o la venganza por no acceder a un proyecto, o la gloria. Lo único que cuenta es la cifra de ventas amparándose en la marca que ha conseguido ganar en las veinticuatro horas de Le Mans.
Para conseguirlo, no sólo hay que contar con un entregado equipo de ingenieros y unos cuantos millones de presupuesto. Las personas indicadas son algo imprescindible si se aspira estar en lo más alto del podio. Alguien fascinado por los ruidos del motor, por el comportamiento de un coche cuando se le está exigiendo algo más de lo que es capaz de dar, y, también, por qué no decirlo, un lubricante de amistad que esté más allá de los enfados, del egoísmo personal, de la ceguera que suele producir el dinero a espuertas. Debe haber unos cuantos tipos que pongan a la velocidad como medio y no como fin y dispuestos a lamerse mutuamente las heridas cuando la derrota realiza su pesarosa visita. El motor ruge. Las personalidades se disparan. El asfalto se devora. Las ruedas se desgastan. Los frenos se queman. Los motores se rompen. El trayecto es lo que realmente importa.
James Mangold, conocido director del que cabría destacar aquella Copland en la que consiguió arrancar la que sea, posiblemente, la mejor interpretación de Sylvester Stallone, se ha hecho cargo de esta película con agilidad, con planos dinámicos, con narración suelta y montaje de carreras. Todo funciona con notable eficacia. Para ello, cuenta con interpretaciones ajustadas de Matt Damon y de Christian Bale, éste al borde de ese histrionismo tan querido para él, pero que, en esta ocasión, lo pide el personaje. Ambos componen una pareja de intrépidos dispuestos a saltarse los límites de las siete mil revoluciones por minutos y exigir el máximo al motor de una historia que funciona sin fisuras, sin llegar a la zona roja de sobrecalentamiento de las piezas, pero interesante en todo momento.
Y es que es muy difícil conseguir que un coche sea la prolongación de uno mismo, conocer sus puntos flacos y repararlos al instante con un diagnóstico sin dudas. El espíritu de Howard Hawks y una de sus más desconocidas películas, Peligro línea 7000, está presente en este viaje hacia lo imposible y se tiene una cierta sensación de que el verdadero peligro no es la competencia con otras escuderías, sino los propios ejecutivos de traje, corbata y chófer que tratan de torpedear cualquier intento que no pase directamente por sus manos. La admiración privada se queda en las cuatro paredes del hogar y, quizá, se intuye que la velocidad es un veneno que no es tan fácil abandonar. Siempre se quiere más, llegar más lejos, lo más rápido posible, con la mejor máquina, con el miedo dominado y el cambio de marchas al rojo vivo. Un trayecto lleno de peligros y de direcciones de doble sentido que hay que sortear a través de la experiencia y de la sabiduría natural de unos tipos que nacieron con un volante entre las manos. Más allá de eso, sólo hay que recoger la corona de vencedor cuando se sabe que se hizo lo debido y cuando la amistad quedó como inspiración para todo lo que vino después.

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