viernes, 25 de septiembre de 2020

VIVIR Y MORIR EN LOS ÁNGELES (1985), de William Friedkin

 

Todo vale cuando se trata de coger al tipo que se cargó a tu compañero. Quizás ha habido demasiadas persecuciones, demasiados tiroteos y demasiado dinero falso a lo largo de tu carrera y ya empiezas a estar cansado. Coger al culpable es una obligación moral, por mucho que ya no te importe nada. Y más aún si se trata de un individuo que se ríe en las mismas narices de la ley con su impecable dinero falsificado que, bien pensado, puede ser para una tranquila jubilación. Así es vivir y morir en Los Ángeles. Es calor, es asfalto, es el cielo azul con la mirada gris, es corrupción sudorosa y, también, es venganza.

La avaricia y la supervivencia son los únicos valores en esa ciudad que parece que nunca deja descansar al sol. La justicia y la moralidad son los pasaportes directos para acabar con un tiro en la cara y no son bienvenidos. Puede que no todos los policías tengan metido en la cabeza que lo principal sea servir y proteger el bien público y haya que sacar lo peor de uno mismo para pararle los pies. Por otro lado, la gente no es esencialmente buena o mala, suele ser una extraña mezcolanza de las dos cosas. Y el policía que quiere tomarse la justicia por su mano tendrá que pagar un alto precio por ello. Nada sale de acuerdo a lo planeado y eso es lo que impera en Los Ángeles. Con todo eso, se puede montar una caza en la autopista, guardarse un puñado de imágenes en la memoria y olvidar cómo suena una banda sonora demasiado anticuada.

William Friedkin dirige con pericia y sabe lo que es hacer vibrar al espectador con una secuencia de acción. La persecución que hay en esta película es casi una obra de arte, pero no sólo es eso. La decepción y el aire de derrota habita en cada imagen inundada de luz y, en determinado momento, el público se queda totalmente descolocado al quedarse sin referentes, sin héroes, sin nada a lo que agarrarse. Quizá, de esa manera, Friedkin traslada la angustia de vivir en una ciudad como Los Ángeles, tan volátil que ni siquiera la vida tiene algún valor.

Es posible que la rebeldía no sea tan bonita como se pueda pensar en un principio. Ese sentimiento de desacato puede causar un enorme daño en otras vidas y ni siquiera pensar en ello. Y, cuando se alcanzan los objetivos, es posible que Los Ángeles no sea una ciudad mejor, ni más segura. Sólo es una ciudad corrompida con algún que otro villano menos, pero está ahí, orgullosa de seguir cobijando unos cuantos negocios de maldad. Mientras tanto, la sangre ha corrido, el motivo se ha olvidado y amanece otro día en el paraíso.

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