martes, 15 de septiembre de 2020

THE WAY BACK (2019), de Gavin O´Connor


El dolor, cuando es intenso y verdadero, no se va nunca. Está ahí, a veces agazapado, a veces patente, esperando el peor momento de debilidad para atenazar los sentimientos y estrangularlos hasta la desesperación. Sabe nadar en ginebra y cerveza y no suele marcharse entre un buen montón de botellas y de latas. Tal vez, igual que un deporte como el baloncesto, para sobrellevar el dolor, hay que saber sobrellevar las derrotas. Lo importante de caerse, no es levantarse. Es intentarlo. Y el dolor, voraz y caníbal, trata de impedirlo siempre.
Sí, porque, cuando la derrota es total, ya todo da igual. No importa entregar lo que más quieres, ni guardar demasiado las apariencias, ni contar con nadie para que las lágrimas alivien un poco el peso insoportable de la pena. No tiene mucho sentido regresar a aquellas canchas donde, quizá, estuvo lo mejor de uno mismo porque el pasado se ha borrado, es sólo un recuerdo difuso que, incluso, puede que ni siquiera exista. La competición y el instinto de superación ya no se guarda en la memoria y es muy difícil transmitir esos valores a un grupo de chavales que también se han conformado con la derrota que cae, inevitablemente, partido tras partido.
No, no es una película sobre baloncesto. Es sobre un hombre que, en su día, volcó su ilusión sobre el deporte y al que la vida ha castigado tanto que está obligado a encontrar razones para seguir respirando. Puede que esos chavales que se esfuerzan por conseguir la canasta de la victoria le den un par de lecciones y, de paso, devolvérselas para que vuelvan a recobrar la autoestima, el auténtico valor de la juventud, el ímpetu avasallador de esas camisetas sudadas, de esa rabia de nobleza, de ese talento que aún nadie ha sabido ver. Poco a poco, es posible que aprendan también que vencer es un camino lleno de derrotas.
Gavin O´Connor es un director habitualmente eficaz. Lo demostró con películas tan notables como Cuestión de honor o la sorprendente El contable. En esta ocasión, se atasca un poco y trata de no ofrecer una nueva versión de Hoosiers, probablemente la película favorita de todos los que aman el baloncesto, o de aquella en clave nostálgica Cuando fuimos campeones, pero consigue extraer una más que aceptable interpretación a Ben Affleck que saca un buen partido, dando sentido a su habitual impasibilidad como actor. No hay gran final con canasta en el último momento, aunque sí hay algo parecido, ni tampoco un resurgimiento claro del hombre que tenía que haber sido el protagonista. Sólo hay un regreso al lugar donde se fue feliz tras dejar bien claro que las debilidades no nos abandonan así como así. El sabor que queda es agridulce, incompleto, algo decepcionante y, sin embargo, bastante lógico. Se nada entre dos aguas y el balón del último segundo es sólo una terapia en un atardecer.
Así que es tiempo de dejarnos llevar por la realidad con el deporte de trasfondo. No siempre se gana totalmente. Lo habitual es que se pierda. Por eso tienen tanto valor las victorias. Y no son, precisamente, las que se ganan en una cancha. Eso es sólo adrenalina, superación, autoestima, espectáculo, entretenimiento y tener unos minutos de triunfo que no suelen durar mucho más allá que las cervezas de celebración. La verdadera canasta que hay que transformar suele ser mucho más difícil y la copa que se juega es la propia vida. Por eso, el camino de regreso es tan excepcionalmente duro.

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