Una
mantícora es una criatura de origen mitológico que, por lo general, mantiene
una cabeza humana, un cuerpo de felino y una cola de dragón o escorpión, letal
con sus presas a las que abate con espinas venenosas que lanza con precisión.
Su procedencia persa aumenta el misterio que siempre se ha cernido sobre ella
aunque su leyenda fuera heredada por los griegos. Lo cierto es que hay
personas, conocidas por todos, que pueden revestir la forma equívoca de vecino
o amigo, que también son mantícoras de espíritu y de vocación. Y a menudo, no
lo saben ni ellos.
Así que después de esta
pomposa introducción, ideal para poner al abajo firmante a caer un burro por
obra y gracia de los dioses de la opinión, hay que dejar sentado que uno de los
peligros de las películas que pretenden ser trascendentes es que, en realidad,
sean un cúmulo de obviedades revestidas con cuerpo de genialidad. Eso destapa
un ejercicio de autocomplacencia bastante descarado porque se requiere de una
particular forma de pensar que considera que cualquier cosa que se haga va a
estar fuera de las fronteras de lo común, cuando, mirando un poco más
fijamente, no es así. Y eso es lo que le pasa a la película de Carlos Vermut,
brillante en otras ocasiones, enfermizo siempre en su obsesión volcada en su
trabajo, pero que, en esta ocasión, sirve un cuento de mito que resulta
cargante, irritante y arrogante.
Por su parte, Nacho
Sánchez realiza una interpretación comedida dentro de un personaje incómodo,
mitad humano, mitad monstruo, con algunas reacciones bastante incomprensibles
e, incluso, con un punto alucinado que sienta bien a un carácter que merece
mejor dibujo porque casi es más interesante cuando es consciente de su bondad
que al caer en la monstruosidad. Es difícil escribir este artículo porque lo
más fácil sería describir ese supuesto cúmulo de obviedades que pone en juego
Carlos Vermut, pero eso tendría vocación de carnicero de argumentos y hay que
respetar el misterio que levanta cualquier título en cartelera. Sólo señalar
que hay degeneración, inadaptación, androginia, pedofilia, síndrome de cuidados
intensivos, monstruos que luchan por salir y conciencias intranquilas que
intentan poner fin a deformaciones morales. El resultado, además de algo
plomizo, es ligeramente pedante, pretendida y falsamente turbador y sólo se
mueve bien en el resbaladizo terreno de la ambigüedad, que acaba por acentuarse
con una puesta en escena seca y sin más melodía que la de los móviles que no
dejan de sonar. Eso sí, todo es muy natural, como la vida misma.
El recorrido comienza con una descripción de las virtudes del monstruo porque, en el fondo, todo ser horriblemente deforme tiene algún talento de proporciones impresionantes. Son esas mismas virtudes las que precipitan la aparición de la podredumbre más rechazable que puede albergar el alma humana y el camino para ello suele ser tortuoso. Y casi siempre es traumático. Tal vez porque todo lo importante deja de importar. Tal vez porque todo lo asumible deja de ser posible. Mientras tanto, es mejor soñar con todas aquellas criaturas que anegan nuestra imaginación porque, en el fondo, son depositarios de las frustraciones, de las decepciones, de las derrotas y de los desolados vaivenes de la vida ingrata. Y lo es porque cuando todo parece ir bien, los cimientos se tambalean y alguna criatura de las tinieblas convierte toda la existencia en un error que sólo podrá sanar el silencio y la piedad egoísta.
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