miércoles, 22 de febrero de 2023

CARLOS SAURA: EL CINEASTA SINCERO

 

 

            Si el estilo y la fuerza del Nuevo Cine Español estaba en el talento incuestionable de Miguel Picazo y la sobriedad de las adaptaciones literarias se hallaba en la obra de Mario Camus, se podría decir que el oscense Carlos Saura ha sido el mejor de todos ellos con la realización de una obra impecablemente coherente dentro de ese movimiento de jóvenes que salieron de la Escuela Oficial de Cine a principios de los años sesenta y consiguieron hacer cine con el título bajo el brazo.

 

            Carlos Saura abandona sus estudios de ingeniería industrial para ingresar en la Escuela de Cine de donde sale graduado en 1957 con la realización del cortometraje La tarde del domingo donde incidía en el estilo neorrealista a través de la historia de Clara, una joven criada que apenas sabe leer que, en la tarde del domingo, queda con otras compañeras para pasear por el Retiro sin conseguir paliar su tremenda sensación de soledad, acentuada por el hecho de que, el domingo siguiente, todo volverá a ser exactamente igual.

 

            Sus primeras intenciones al ingresar en la Escuela Oficial de Cine fueron dirigidas hacia el documental y a ello se aplicó cuando recibió un encargo del Ayuntamiento de Cuenca a la vez que entraba como Profesor de Prácticas Escénicas en la misma Escuela. Durante cuarenta minutos, en el documental Cuenca, Saura describe, con frialdad casi germánica, un retrato turístico de las tierras conquenses y sus gentes, sin ningún añadido, sin ningún artificio, dando primacía a la autenticidad que se vio aún más subrayada al contar con ínfimos medios de producción limitados a una cámara, un automóvil y unos cuantos metros de película de baja sensibilidad lo que hizo imposible cualquier secuencia rodada en interiores. Con la voz en off de Francisco Rabal, Saura consiguió un acertado retrato de La Mancha conquense, con leñadores y segadores buscando la sombra y el calor abrasador envuelto en silencio. Lo cierto es que con estas paupérrimas armas, la película alcanza una cierta resonancia entre la crítica llegando a ser portada de la revista Film Ideal y apreciando una conexión entre esta película y Gente de mar, de Carlos Llanos y Antonio Álvarez y, sobre todo, con Las Hurdes, tierra sin pan, de Luis Buñuel, una de las referencias indispensables para el propio Saura.

 

            La película obtiene una mención honorífica en el Festival de San Sebastián y el Segundo Premio Sindical Cinematográfico. Saura siempre creyó que era una obra modesta que intentaba poner una piedra de toque en el camino del documental español, tan poco valorado y divulgado.

 

            Con este equipaje, Saura aborda el rodaje de Los golfos con un guión co-escrito con Mario Camus y el novelista Daniel Sueiro. En ella, Saura hace un acercamiento a un grupo de jóvenes que sobreviven a base de pequeños hurtos y que creen que el futuro reside en el éxito como torero de uno de ellos. Con un estilo que se ha dado en llamar como neorrealista cuando, en realidad, se acerca mucho más al realismo, el director oscense tiñe toda la historia de un marcado tono periodístico que tiende hacia la misma radicalidad al proponer que nadie puede prosperar en una sociedad capitalista si no es a través de la delincuencia. La película tiene enormes problemas para poder estrenarse y, a pesar de estar realizada en 1959 y estar fuera del inicio de la corriente del Nuevo Cine Español, no consigue estar en cartel hasta 1962 aunque de forma casi clandestina. La crítica la destroza y el público, sencillamente, no llega a conocerla. Todo un fracaso que, sin embargo, espolea a Saura para abordar su siguiente proyecto.

 

            Después del rechazo continuado de la censura a su guión de La boda (años después cristalizaría con el rodaje de Peppermint Frappé), Saura decidió rodar la historia de José María “El Tempranillo”, un personaje situado al margen de la ley pero de decidida raigambre popular. Nuevamente co-escrita al alimón con Mario Camus, Saura abandona el camino del neorrealismo para introducirse en los códigos del género picaresco de una manera crítica al abordar la figura de un delincuente cuya figura fue utilizada a favor de la propaganda oficial.

 

            Llanto por un bandido contó con un reparto internacional que incluía a Francisco Rabal en el papel protagonista, secundado por Lea Massari, Philippe Leroy y Lino Ventura. Lo que parecía que iba a ser una producción de campanillas se quedó en una financiación muy limitada. No en vano Saura recuerda las penurias del rodaje con una patente falta de figuración, sin contar con especialistas y con solo cinco metros de vía para hacer travellings. Aún así Saura se acerca a otras películas de contrastada calidad sobre el bandidaje español como Carne de horca, de Ladislao Vajda y, sobre todo, la maravillosa Amanecer en Puerta Oscura, de José María Forqué. Con magistral pulso, el director dejó de lado cualquier connotación romántica hacia el bandido-héroe y optó por una visión más estilizada de la historia, con referencias a Goya, con una espléndida luminosidad en la escena gracias a la fotografía de Juan Julio Baena y con una serie de escenas que delatan el toque de Saura, su sentido de la estética cinematográfica que acaban por ser islas de una película que no llegó a ser buena, pero que se hallan en lo mejor que ha rodado nunca.

 

            Es evidente que en el combate de José María “El Tempranillo” contra las fuerzas del absolutismo de Fernando VII existe una crítica feroz hacia el franquismo y, por ello, la censura mutila algunas secuencias antes de su estreno, el 1 de septiembre de 1964. Entre ellas, una en la que aparecía Luis Buñuel como un verdugo que ajusticiaba a varias figuras de la intelectualidad junto a Antonio Buero Vallejo en el papel de alguacil.

 

            La crítica saludó a la película como “un álbum de preciosos cromos” de forma despectiva, pero también se reconoció la valía de una cinta que trataba de inscribirse en el cine comercial sin renunciar a su ambición como cine de autor. En especial se destacó el famoso duelo a garrotazos entre Francisco Rabal y Lino Ventura con las piernas enterradas en el barro hasta las rodillas como traslación del famoso cuadro de Goya, una secuencia inusual en cuanto a calidad que delataba la valía de Saura como director.

 

            La siguiente película fue la que marcó definitivamente toda la carrera posterior de Carlos Saura. La caza, un guión co-escrito con Angelino Fons, era el vehículo ideal para que el oscense demostrara sus habilidades con un cuadro muy reducido de intérpretes y un paisaje desolado como prácticamente único escenario. El guión fue de productora en productora hasta que cayó en manos de Elías Querejeta, que se comprometió a co-producir la película con el propio Saura. Su título original era La caza del conejo pero hubo que modificarlo porque la censura veía una referencia al órgano sexual femenino. Así nació una de las mayores cumbres que se han realizado nunca en el cine español.

 

La misma historia de siempre. La envidia tan típicamente española. El calor tan típicamente español. El cotilleo tan típicamente español. La sangre hervida tan típicamente española. La muerte inútil tan típicamente española. No nos soportamos. Somos incapaces de vivir en paz y en armonía. Cada uno tiramos hacia nuestro lado porque es lo que más nos mueve y, casi siempre, en la dirección equivocada. El señorito. El siervo. El perdedor. El joven. Todo se arregla de un manotazo y listo. Y tampoco es que sea una decisión muy pensada. No hay planificación previa. Sólo un momento de ira sin control y vamos a por ello. No hay que pararse en consideraciones tan simples como la reconciliación nacional, el vivir juntos que siempre nos hace más fuertes, el perdón, la comprensión, la reconciliación social y, sobre todo, el futuro. Un futuro que ya condenamos de antemano a vagar desorientado, sin rumbo fijo, con la mirada llena de pánico y el miedo presente. Españoles. Raza de cazadores de sí mismos. Un cuento de nunca acabar que cansa en medio del sol de justicia. De justicia. La que no ha habido nunca, ni nunca la habrá.

 

Da lo mismo cazar conejos que cazar hombres. Todos somos hurones que nos introducimos en madrigueras para agarrar a la presa y no soltarla de nuestros dientes repletos de rabia. De eso nos sobra. Rabia. Rabia contra el más débil. Rabia contra el más poderoso. Rabia contra el que triunfa. Rabia contra el que pierde. Invadir vidas sin pensar en el daño que se puede causar. Estar en el bando de los que vencen es muy fácil. Lo difícil es permanecer en el bando que nos hace personas de bien, deseosas de construir algo con un nexo de unión, ataviadas con el trabajo de nuestras manos y el buen humor del que tanto hacemos gala cuando nos viene en gana. Cuevas vacías en pechos henchidos de falso orgullo. Cuevas como símbolos en humillaciones sentidas que suplícan una revancha que no llevan a ninguna parte. Como esa España de rumbo perdido hace mucho, mucho tiempo. Hecha de personas que huelen a pólvora vieja y sudor seco, a camisa blanca y venganza oportuna. Siempre intentándonos destruir. Siempre regodeados en la derrota en un país de perdedores.

 

El blanco y negro parece el color de un campo cualquiera de Castilla mientras el olor a paella y a whisky de garrafa parece inundar las sensaciones. Una tonadilla sesentera y una mala contestación. Una maldición y un disparo. Un muerto de la estúpida y vergonzante guerra que no se olvida. Otro camino abierto hacia la separación, hacia el rencor más rancio, hacia el cansancio más perdurable. Carlos Saura lo supo bien y nos dejó algunos metros de película que no guarda ninguna contemplación con las debilidades tan típicamente españolas. Esas mismas debilidades crueles que causan muertes, diferencias, odios, rupturas, uniones contra natura e imposiciones sordas. Nada es lo que parece salvo un español. Y unas cuantas balas se encargarán de demostrarlo con la saña que tanto nos caracteriza.

 

            Saura contó con cuatro actores excepcionales, de una calidad fuera de lo común, que dieron carne al sudor e intensidad a la tragedia. Ismael Merlo, Alfredo Mayo, José María Prada y Emilio Gutiérrez Caba son auténtico arte en sus frases llenas de palabras punzantes y pasados resentidos. La fotografía, muy poco contrastada, de Luis Cuadrado aumentó la sensación de claustrofobia en un espacio abierto y la dirección de Saura fue medida y precisa, sabiendo lo que quería contar y cómo quería contarlo. No en vano, tras obtener la calificación de “interés especial” por parte de la Dirección General de Cinematografía, fue premiado con el Oso de Plata a la mejor dirección del Festival de Berlín mientras los críticos de la nouvelle vague saludaban a la película como una demostración de que España también tenía su propio movimiento de renovación del cine con aún mayor mérito que los demás, dadas las condiciones políticas existentes. La repercusión internacional de la película llega hasta tal punto que el propio Sam Peckinpah la cita como una de sus títulos de referencia y la Crítica de Nueva York la sitúa como uno de los tres mejores títulos del año.

 

            También el Círculo de Escritores Cinematográficos le otorga el premio a la Mejor Película del año, al mejor actor para Alfredo Mayo, a la mejor fotografía para Luis Cuadrado y al mejor actor novel para Emilio Gutiérrez Caba y su estreno tiene lugar en Barcelona el 9 de noviembre de 1966 siendo un éxito total con más de 340.000 espectadores y dejando unos beneficios que cuadruplican la inversión de Querejeta y de Saura. Lo curioso de todo ello es que la crítica no acabó demasiado convencida, sin duda atrapada tras el mensaje que destilaba la película del director de Huesca y, salvo alguna publicación especializada como Nuestro cine, la prensa generalizada advirtió de que era una película de gran factura técnica, pero lastrada por un argumento que se hundía en tiempos muertos y en el que se creía advertir claras referencias al estilo de Luis Buñuel como máxima preocupación estilística. No fue suficiente. El público respondió y Saura obtuvo el reconocimiento internacional. Y lo que aún es más importante: independencia para abordar su siguiente proyecto.

 

            Después de los problemas que tuvo para llevarla adelante a principios de los años sesenta, Peppermint Frappé es una película que Saura escribe con Angelino Fons y con Rafael Azcona y que se convierte en un intento de muy alto nivel de indagar psicológicamente en las consecuencias de la represión franquista. Con un trío protagonista soberbio, formado por José Luis López Vázquez, Geraldine Chaplin y Alfredo Mayo, Saura pone en juego referencias fundamentales en su cine como las relativas a Luis Buñuel en las continuas alusiones hacia el pueblo de Calanda a través de ese personaje onírico que oprime al protagonista (López Vázquez) y también en esa obsesión por la dualidad de la mujer tan presente en el cine del maestro, así como Alfred Hitchcock en ese final en el que el sueño se convierte en realidad y que remite directamente a Vértigo. En cualquier caso, la película es profundamente desasosegadora, retratando al perfil del español medio reprimido sexualmente, envidioso por naturaleza e incapaz de asumir las nuevas realidades que se avecinan.

 

            Lo cierto es que la película es la consolidación definitiva de Carlos Saura a nivel internacional. El Festival de Berlín le concede por segundo año consecutivo el Oso de Plata a la mejor dirección y el Festival de Cannes desea que la película entre en la sección oficial. Sin embargo, la celebración se suspende por los acontecimientos del mayo del 68 en toda Francia (con François Truffaut encabezando el gremio cinematográfico y con el apoyo del propio director y del productor Elías Querejeta) y Saura se tiene que conformar con varios premios del Círculo de Escritores Cinematográficos que otorgan la distinción de mejor película a Peppermint Frappé, mejor actor a José Luis López Vázquez, mejor guión a Fons, Azcona y Saura y mejor fotografía al magnífico trabajo de Luis Cuadrado.

 

            Se estrena el 9 de octubre de 1967 en el cine Conde Duque de Madrid con un enorme éxito de público. La crítica la alaba con matices porque ven en ella la condición insoslayable de una descripción de las consecuencias de la represión moral franquista. Saura, aquí, vuelve a darle a Cuenca una entidad primordial, pero desde una perspectiva tan moderna que la película sigue enturbiando la mirada al reunir en una misma historia a Eros y a Tánatos con la fuerza del genio español lo cual hace que pueda ser extrapolable a cualquier ciudad del pequeño mundo en el que vivía entonces el país. Una obra imprescindible, carismática e histórica que revela la inspiración por la que pasaba por entonces un director deseoso de contar de forma diferente sin dejar de aprovechar la oportunidad para deslizar una crítica, quizá más social que política, hacia el conformismo y la natural tendencia hacia la comodidad.

 

            Menos contundente fue la incursión de Saura en el género de la road movie española. Stress es tres tres es un recorrido por los celos, el voyeurismo y la sensualidad que, quizá, se posicione un poco en la sintonía de Dino Risi con La escapada y el cine del desarrollismo italiano. Con un guión del propio Saura y de Angelino Fons y, de nuevo, con la producción de Elías Querejeta, se pone en juego al típico triángulo amoroso que, paulatinamente, se va convirtiendo en una siniestra realidad paranoide que desemboca en un tratado sobre el deseo. La confirmación de un supuesto engaño sentimental se transforma en una obsesión y Saura maneja con soltura ese descenso a los infiernos que experimentan un especulador inmobiliario (Fernando Cebrián), su coqueta esposa (Geraldine Chaplin) y un atractivo arquitecto soltero que trabaja con el marido (Juan Luis Galiardo) mientras recorren las carreteras almerienses en busca del mar. Así, Saura plantea el dilema de la sociedad española de la época, ansiosa de cambio y, al mismo tiempo, reacia al mismo a través de ese delirio psíquico que experimenta el marido, propiciando encuentros a solas entre su mujer y su amigo para poner a prueba la fidelidad de ella. La alucinación obsesiva aparecerá por magia y obra de la sugestión y el marido querrá ver lo que nunca ha ocurrido. Tal vez, en su interior, se ha plantado la semilla de un futuro asesinato. El drama se ha instalado en las entrañas y Saura remueve las conciencias. Aunque es posible que en esta ocasión no se atreva a ir al fondo de la historia. En cualquier caso, aún estando por debajo del nivel que demostró con La caza y con Peppermint Frappé, el cineasta consigue una estupenda película, que burla a la censura con inteligencia y quizá hay algo en toda ella que recuerda ligeramente al primer Polanski de El cuchillo en el agua.

 

            La película se presenta en septiembre de 1968 en el Festival de Venecia y aunque es bien recibida, no consigue ningún premio. Su estreno en España tiene lugar el 4 de noviembre de 1968 y la crítica alaba el contexto social y también el ambiente que rodea a toda la historia aunque se esmeran en recalcar que el guión es “repetitivo” y que los diálogos tienden a la “vulgaridad”. El público responde con cierto entusiasmo y, sin llegar al éxito que suponen sus dos anteriores películas, Saura consigue mantener tal prestigio que muchos de los cinéfilos de los años sesenta consideran que el mejor cineasta europeo es Ingmar Bergman y, justo detrás, va Carlos Saura.

 

            Envalentonado por esta consideración internacional, Saura decide entrar en el universo de Bergman con su versión ibérica de Secretos de un matrimonio, solo que cuatro años antes que el maestro sueco. Sin embargo, el director es muy consciente de esta semejanza porque, incluso, elige a un actor sueco para el papel protagonista de su película, Per Oscarsson. Junto a él, Geraldine Chaplin, que también firma el guión junto al propio Saura y Rafael Azcona. Así es cómo nace La madriguera.

 

            El retrato de un matrimonio burgués que está entregado a la vida fácil y moderna por parte de Saura, resulta ser un oculto esbozo de las frustraciones de la clase media-alta propiciada por la abrupta irrupción de un pasado que debería permanecer en el olvido. El susurro y lo íntimo son armas a las que agarrarse en una trama con pocos asideros para el espectador y Saura, una vez más, muestra la magnitud de su maestría con argumentos inquietantes que no hacen sino cumplir su misión metafórica de una sociedad al borde del colapso.

 

Esta mordaz crítica a los convencionalismos participó en el Festival de Berlín sin llevarse ningún premio y fue estrenada en España en el cine Capitol de Madrid el 14 de julio de 1969 y, curiosamente, aquí se dio el fenómeno contrario. El público no respondió con entusiasmo, pero sí la crítica, que confirmó a Saura como el realizador español más importante de la época y como un hombre que sabía qué contar y cómo contarlo.

 

            Al año siguiente, Saura rueda El jardín de las delicias, con un guión de Azcona y de él mismo. Una fábula sobre un constructor (José Luis López Vázquez) que tiene un accidente de tráfico y queda postrado en una silla de ruedas y con amnesia. El problema es que solo él sabe la combinación de la caja fuerte y el número de cuenta que posee en Suiza y la familia representará ante él todo tipo de escenas de su pasado para hacer que recupere la memoria. Lejos de desear la pronta recuperación del convaleciente, la familia hace gala de una crueldad infinita y nuevamente Saura nos coloca en un lugar incómodo, casi inaccesible que, además, se cuida de tocar y hundir cuando el accidentado comienza a recuperarse en el mismo momento en que tiene un arma a mano. España vista desde los dos lados en una curiosa relación de complicidad con el público. A pesar de ello, la película se ha resentido ligeramente del tiempo transcurrido desde su realización. Con un leve tono satírico, el gran mérito de Saura es no haberse decantado por una película que, a priori, podría parecer fácil en su planteamiento, convirtiéndose en una astracanada de poco valor. Saura pone el dedo en la llaga y, aunque no sea uno de sus más conseguidos trabajos, sí es una crítica hasta violenta de una clase media encallada en valores materiales, carente de sentimientos y condenada al aislamiento por parte del resto de la sociedad.

 

            La película se estrena el 2 de noviembre de 1970 en el cine Pompeya de Madrid y la crítica dice de ella que “no es una obra de arte, pero sí es un espléndido ejercicio intelectual”. El público responde con timidez y la película gana el Premio Sant Jordi a la mejor del año. Lo cierto es que en ella, Saura se atreve a introducir mensajes inequívocos sobre la deshumanización de una sociedad que camina hacia el materialismo sin remisión y lo hace con inteligencia, con sentido de la responsabilidad, con un cierto aire de burla y manteniendo la etiqueta de cineasta de muy notable interés, una consideración que será elevada con su siguiente película.

 

            Con Ana y los lobos, Carlos Saura quiso fotografiar el estancamiento de la sociedad tardofranquista, paralizada en sus roles tradicionales de Ejército, Iglesia y burguesía que comienza a temblar cuando viene un soplo de aire fresco procedente del extranjero. Con un guión firmado por él y por Rafael Azcona, el director nos propone una crítica sin precedentes que, incluso, llega a afirmar que la siguiente generación ya está perdida porque ha nacido con el vicio de la anterior. No cabe duda de que aquí, la historia es mucho más coral y que el reparto que acompaña al director es de auténtico lujo como esos tres hermanos interpretados por José María Prada en la piel de ese coleccionista de trajes militares y de pobreza de espíritu manifiesta, Fernando Fernán-Gómez como el encargado de perseguir incansablemente una unión mística con Dios, y José Vivó como el enloquecido escritor de cartas eróticas que resulta ser un trasunto de la clase más burguesa y, por tanto, más aburrida. Dominando el conjunto la maravillosa Rafaela Aparicio como la madre de todo el clan, obsesionada con la muerte y siempre al borde del ataque de nervios, acompañada de la estupenda Charo Soriano en la piel de la esposa de Vivó, presa de tendencias suicidas y, por supuesto, la musa del director, Geraldine Chaplin, interpretando a Ana, la espectadora atónita que toma partido y gran parte de la iniciativa.

 

Aunque fue una película de fulminante éxito en España fue poco entendida en el extranjero probablemente por la falta de contexto. Ese final en el que se apuesta por la destrucción, el aniquilamiento de todo lo que venga de fuera, de todo lo nuevo que se pueda introducir en las estructuras de poder de la mansión más española, garantizando su continuidad, fue difícil de tragar en algunos países a pesar de que Saura templa el estilo con gusto, con cautela, reduciendo el sarcasmo al que puede dar lugar la historia a una sonrisa de advertencia aunque triste y desalentada. De lo que no cabe duda es que Ana y los lobos fue una de las escasas excepciones de calidad de nuestro cine en el desolador panorama cinematográfico de los setenta.

 

La película se estrenó en el cine Amaya de Madrid el 16 de julio de 1973 resultando un éxito de público y de crítica que, sin ningún pudor, alabó sin precedentes la valentía de Carlos Saura como director al proponer una metáfora tan directa de una sociedad que se hallaba estancada a la sombra de un régimen que estaba dando sus últimos coletazos y que mostraba signos de debilidad permitiendo un mayor margen en la aún inexistente libertad de prensa.

 

El pasado depende de los puntos de vista de quienes lo vivieron y en La prima Angélica, Saura pone a prueba la fiabilidad de la memoria mirando hacia Marcel Proust y En busca del tiempo perdido, hacia Ingmar Bergman y su maravillosa Fresas salvajes y hacia esa forma de ver la vida que tanto gustó al director oscense cuando los niños jalonan nuestros recuerdos. Con guión suyo y, nuevamente, de Rafael Azcona, Saura ajusta cuentas entre presente y pasado para decirnos, bien a las claras, que, para ser libres, hay que librarse de lo anterior. Para ello cuenta con un actor enorme, José Luis López Vázquez, que da vida a ese Luis que regresa a la casa donde, de niño, tuvo que vivir la guerra civil por aquellas casualidades que ocurren y, por ende, a esa prima de la que estuvo infantilmente enamorado, convertida hoy en una mujer casada. No en vano, ese personaje tímido y frustrado, que nunca ha superado aquel primer enamoramiento, otorga el mismo físico al padre de su prima y al que hoy es su marido, representación clara de sus ataduras morales contra las personas que le alejaron de ella. Así, el propio López Vázquez con su físico ya adulto, vuelve a rememorar aquellos juegos que eran casi declaraciones de amor para encontrarse de nuevo con una realidad que le oprime y le aplasta. Y, sobre todo, un estudio sobre la memoria traicionera, que ha fabricado realidades con las que hay que convivir sin ser exactamente verdades. Así, Saura, asumiendo la contracorriente, nos coloca por una vez en un viaje que no es iniciático, sino demoledoramente final. La Iglesia castrante y la maldad de los falangistas también se hacen presentes y Saura sortea la censura con una habilidad magistral. Después de tres rechazos del guión, se hacen unas cuantas advertencias al productor Elías Querejeta para que se cambie toda alusión al falangismo y se suprima una escena de carácter erótico. Querejeta acepta los cambios y se lo comunica por carta al entonces Ministro de Información y Turismo Fernando Liñán Zofio y se firma el permiso de rodaje el 18 de diciembre de 1973. Dos días después se produce el atentado que acabó con la vida del Presidente del Gobierno Luis Carrero Blanco y el ministro abandona su cargo. El 3 de enero de 1974, toma posesión el nuevo gobierno a cargo de Carlos Arias Navarro y es entonces cuando Querejeta y Saura deciden mantener todo el guión tal y como se presentó, aprovechando el desconcierto reinante y un cierto vacío administrativo. La película se rodó tal y como se concibió salvo la escena erótica que quedó rebajada en el tono. Y todo para intuir lo que pudo ser ese niño convertido en hombre cuando era niño sin pensar que sería hombre. La película es desoladora e impresionante y Saura cierra su etapa de cine en dictadura con uno de sus mejores trabajos. La evidencia de que no era un cineasta cualquiera sino uno de los primeros nombres de la cinematografía europea y mundial.

 

Saura gana el Premio Especial del Jurado del Festival de Cannes y se estrena en el cine Amaya de Madrid el 29 de abril de 1974 con airadas protestas por parte de la prensa afín al Régimen. Grupos ultrarradicales de la derecha comienzan a llamar al boicot y se envían anónimos amenazantes al director, al productor y a la empresa del cine donde se exhibe. El 11 de mayo, unos días después del estreno, unos individuos se presentan en el cine con el propósito de robar la copia, entran en la sala de proyección y roban doce metros de película. Unos días más tarde, un grupo de falangistas irrumpen en el patio de butacas y lanzan bolsas de pintura a la pantalla y bombas fétidas con gritos injuriosos contra Saura y a favor de la Falange. Ante tal situación, se da orden desde el Ministerio del Interior para que la policía vigile permanentemente la entrada del cine para evitar más altercados. Pero no acabó ahí la historia. La película se estrena en Barcelona en el cine Balmes el día 13 de mayo de 1974. La policía también guarda la entrada con celo pero, dos meses después de su estreno, el 11 de julio se produce una explosión en el cine con la colocación de un artefacto casero con un bidón de gasolina. No hay que lamentar daños personales, pero sí cuantiosos daños materiales en la sala y, sobre todo, el daño que se hace a la libertad.

 

La reacción de la gente del cine no se hace esperar con cartas a los periódicos expresando la repulsa por los acontecimientos absolutamente contrarios al más elemental de los respetos. Entre los firmantes se hallan Román Gubern, Pere Portabella, Vicente Aranda, Jaime Camino, Francisco Rovira Beleta, Eusebio Poncela, José María Forn, Ricardo Muñoz Suay o José Luis Guarner. La distribución de la película comienza a encasquillarse y los Gobernadores Civiles de Valencia y Málaga deciden no proyectarla en sus provincias. La distribuidora pide cambios en la película a Querejeta, que se niega en redondo. Se reúne el productor con los distribuidores y con los responsables del Ministerio y se reanuda la exhibición.

           

Como no podía ser menos, tanta polémica alrededor de una película tan importante hizo que La prima Angélica fuera el mayor éxito económico en la filmografía de Carlos Saura, recaudando ella sola más que la suma de todas sus obras anteriores. Una confirmación más de la tesis sobre la que se sustenta la misma película. La libertad es el mejor vehículo para el descubrimiento. Y no es menos cierto que este título colaboró aportando un grano de arena cultural maravilloso para el fin del franquismo y la llegada de la democracia.

 

Podríamos acabar aquí el repaso a la carrera de Carlos Saura en el franquismo, pero aún rodó otra película más bajo la dictadura aunque se estrenó justo después de la muerte del dictador. Cría cuervos. Con un guión en solitario y con la colaboración inestimable de Geraldine Chaplin y de Ana Torrent, que ya venía de rodar El espíritu de la colmena con Víctor Erice, Saura establece de nuevo una metáfora sobre los últimos estertores del franquismo, con personajes autoritarios que obligan a dejar de hacer cosas inocuas, de la memoria y la alucinación tomada como realidad. Todo un fresco que conforma una película hecha más desde el abismo de las sensaciones que desde la propia narrativa. Todo ello construye una obra delicada, sugerente y difícil en la que Ana, interpretada por ambas en sus distintas edades, es testigo ineludible de la implacable vida familiar en la que el padre destaca por su infidelidad, la madre se hunde en el dolor moral, la tía convive con la infelicidad, incapaz de soportar ese entorno hipócrita y egoísta y Ana, la niña, la mujer y, también a la vez, la madre de ella misma, establece una profunda situación anímica, influenciada por el agobio, por la perplejidad, por muchísimas preguntas que se han quedado sin respuesta. Saura, además, en un prodigio de inteligencia, no se ocupa de generalizar y contrapone personajes que se mueven en la encantadora inocencia de la sencillez. Con esta película, el director aragonés llega a lo magistral, a contar con un lenguaje propio que remite a Buñuel y a Bergman a través de una factura de innegable belleza plagada de honduras psicológicas. Y lo que es aún mejor, la película resulta un conmovedor retrato que descansa, sobre todo, en la sinceridad de su creador. Algo que se echará de menos en su etapa ya en democracia.

 

La película se estrenó en el cine Conde Duque de Madrid el 26 de enero de 1976, apenas dos meses después del fallecimiento de Franco. La crítica se volcó en elogios y saludó a Saura como el creador más maduro e interesante del último cine español. En mayo se presentó al Festival de Cannes y fue galardonada con el Premio Especial del Jurado, fue Premio de la Crítica Francesa, Premio al mejor director del Círculo de Escritores Cinematográficos, Premio de la Crítica del Festival de Bruselas, Premio a la mejor película, mejor director y mejor actriz (Geraldine Chaplin) de la Asociación de Cronistas de Espectáculos de Nueva York y, por último, nominada al Oscar a la mejor película extranjera.

 

Ya en democracia, el declive de Saura tardó unos años en aparecer. Rueda Elisa, vida mía, un ambicioso proyecto que intenta relacionar la literatura con el cine dialogando a través de las imágenes, del sonido, de la música y del propio texto recitado. Con ocasionales referencias a Calderón de la Barca, Baltasar Gracián y al mito de Pigmalión, Saura juega con el origen del narrador para introducirnos en los distintos puntos de vista de los personajes proponiendo un juego al público que tiene que discernir de qué fuente proceden los hechos que se están contando. Con unas interpretaciones excepcionales de Fernando Rey y Geraldine Chaplin, Saura vuelve a ganar el Premio al mejor director del Círculo de Escritores Cinematográficos y vuelve a rozar la obra maestra. A continuación, rueda Los ojos vendados, una mirada crítica y contestataria a las torturas e injusticias de las dictaduras latinoamericanas. Más tarde, vuelve al universo de Ana y los lobos en clave de comedia con la estupenda Mamá cumple cien años que también resulta nominada a los Oscars en la categoría de mejor película extranjera. Un año después, en 1980, Saura obtiene el Oso de Oro del Festival de Berlín con Deprisa, deprisa, una película clave en su filmografía pues aquí el director abandona el aire reflexivo para regresar al mismo cine popular con el que comenzó con Los golfos, con otra mirada sobre la marginación juvenil a principios de los ochenta en la aún incipiente democracia española.

 

A partir de aquí, la carrera de Saura va perdiendo interés, aunque deje indudables puntos de interés a través de sus incursiones en ese cine bailado que trata de alejarse del modelo americano para reivindicar el folclore latino. Así nacen Bodas de sangre, Carmen (con la que consiguió una nueva nominación al Oscar), Tango, Flamenco o El amor brujo, todas rodadas impecablemente, con una técnica que revela al Saura más estético y  algunas con la colaboración del bailarín y director del Ballet Nacional Español Antonio Gades. Incurre en fracasos previsibles como El Dorado o Antonieta, pero el mejor Saura aún nos deja joyas, quizá de menor valor pero igualmente destacables, como Ay, Carmela o Goya en Burdeos.

 

Quizá esta última etapa que ya desarrolló con la libertad como compañera desnaturalizó un poco al maestro Saura que maravilló a todo el público con sus metáforas de una sociedad herida y decadente, al borde de la desaparición por el inmovilismo, timorata y gris, que caracterizó todas sus obras realizadas durante el franquismo. Lo cierto es que Carlos Saura ha quedado como el máximo representante del Nuevo Cine Español y como uno de los mejores directores de nuestra cinematografía en toda su historia. A pesar de que, una y otra vez, se le niega todo el mérito de moverse en unos días difíciles en los que nunca, nunca dejó de decir la verdad.

 

 


3 comentarios:

dexterzgz dijo...

Gran repaso a la carrera de uno de los cineastas imprescindibles de nuestra filmografía patria. El otro día me puse a modo de homenaje "Llanto por un bandido" que no había visto, y pensaba que el cine de bandoleros no había sido lo suficientemente explotado en nuestro cine, y en realidad es todo un filón (en realidad no divergen mucho de los spaguetti que se rodaban en la época en Almería). Me sorprendió ver a Lino Ventura de héroe de la independencia presumiendo de haberse cargado un montón de franceses (al día siguiente Luis Zahera se pronunció en la misma línea).

El problema con Saura es que sus películas son demasiado coyunturales y tal vez no todas han envejecido del todo bien. Por eso, parece inevitable quedarse con "La caza" y "Cría Cuervos" que trascienden el paso del tiempo y muchas cosas más. También te digo que prefiero al Saura intimista de estos primeros tiempos al de la etapa democrática, mucho más irregular y disperso.

Abrazos familiares

CARPET_WALLY dijo...

Pues estoy de acuerdo con los dos en esa carrera en busca de decir cosas que calen sin que se note. Una forma de contar que supera con mucho lo contado a nada que se piense un poco, aunque ahora esté un poco "demode" (la estética y el ritmo) fueron magia en su tiempo.

Pero a la vez reivindico y mucho sus "musicales" de la época democrática. Me parecen muchas cosas. Oportunos, reivindicativos, bellísimos, novedosos y didácticos.
Son oportunos porque es el rescate de una tradición folclórica en momento de efervescencia de otras músicas para otros públicos. Son reivindicativos porque habla de nuestra raíz frente a la imposición de lo foráneo como único pensamiento. Son bellísimos porque Saura se dejó la vida en una estética impagable con algunos números al alcance de muy pocos.
Son novedosos porque en el género musical supone una rara avis. Quizá "Bodas de sangre" pudiera tener algún punto más de clasicismo en el modo de contar y cantar y bailar la historia, aunque su circunscripción a un escenario, plató, decorado casi único ya rompa un poco con todo lo visto. Pero en las posteriores, ya jugamos hasta sin decorado, una sala de baile, un estudio de grabación, música y baile, uso de la luz y el color...Sensaciones visuales y acústicas...uso de los silencios, rodaje de coreografías. Un género casi propio. El saurismo.
Y finalmente son didácticos. ¿Cuánta gente no se habrá acercado al folclore aprovechando esta forma de contárnoslo? a menudo denostado, Saura lo dotó de una intensidad y una belleza que logro un nuevo acercamiento, una posibilidad de que aquello que cantaban las madres y parecía de viejos resultase algo maravilloso y sobrecogedor.

En fin, descanse en paz el maestro.

Abrazos con palmas

César Bardés dijo...

Pues básicamente estoy de acuerdo con lo que dices,Dex. Me parece que el Saura realmente valioso fue ese cineasta que decía las cosas a la cara pero sin notarse en toda la época franquista. En el fondo, ha sido un poco nuestro François Truffaut. Llega la democracia y Carpet reivindica su volcado cuasi documentalista hacia el folclore. De acuerdo que es importante porque, estéticamente, es muy valioso todo lo que hace. Creo que su dirección es extraordinaria. Sin embargo, no es un cine que llegue a todo el mundo, no creo que tenga ni la mitad de la mitad de intención de lo que tenía su cine en la época franquista. De la época democrática aún, así, hay que salvar algunas como "Deprisa, deprisa" (siempre que hablo de esta película, me acuerdo de algo increíble que me pasó. Iba con algunos amigos andando por la fachada del cine Aragón de Madrid y había una cola enorme para ver esta película. Nosotros pasábamos deprisa porque íbamos a algún sitio, éramos unos críos, no tendríamos más de quince o dieciséis años y a mí, a lo tonto, se me ocurrió la tontería de ver el cartelón mientras pasábamos y decir sólo y exclusivamente: "Deprisa, deprisa, run, run". En ese momento, uno de la cola me gritó desde mi espalda: "¡Run, Run tu puta madre!". Yo me vuelvo, me encaro con él -debía de ser un tío de unos veintidós o veintitrés- "que sí, que no, que a qué viene esto, que vamos ahí enfrente a darnos de hostias, venga, vamos". Cruzamos la calle y me dice uno de sus amigos: "Ten cuidado con lo que vas a hacer, este chaval es policía". Yo me puse blanco. Y cuando llegamos al callejón que estaba justo enfrente le dije: "Mira, esto es una tontería ¿no crees? Perdona si te ha parecido mal un comentario que no tenía ninguna intención de ningún tipo" "Nada, perdóname tú a mí, es que la chavala me ha mandado a la mierda ayer y estoy un poco encendido" y ahí se quedó, nos despedimos y adiós. Película cien por cien Carlos Saura), también, que me pierdo, habría que salvar, por supuesto, "Ay, Carmela", que creo que es lo mejor que hizo y, tal vez, "El séptimo día". Por cierto, en una ocasión vi a Carlos Saura por la calle en los alrededores de la Biblioteca Nacional. Tenía unas pintas...que los pantalones debían andar solos, no digo más.
Abrazos magistrales con uno de nuestros mejores cineastas como testigo.