viernes, 3 de febrero de 2023

LA BALLENA (2022), de Darren Aronofsky

 

Un cetáceo varado en la playa sólo espera la muerte. El agua ha dejado de humedecer su piel y las rémoras han optado por no seguirle más. La desorientación se ha hecho norma y prefiere desaparecer. Ya está harto de aguantar las burlas de los niños en la arena. Ya no quiere seguir luchando porque es una bestia que nadie quiere y que nadie echará de menos. La vida se ha ocupado concienzudamente de quitarle todos los asideros que podían tenerlo atado al mar. El océano en el que se mueve se ha convertido en un lugar inhóspito y cruel, en el que sólo despierta risas, o asco, o pena.

Todo porque ha tomado una serie de decisiones que fueron totalmente erróneas. Abandonó a su familia porque creía haber encontrado al amor de su vida y también perdió. Ahora ya es demasiado tarde para empezar de nuevo porque no se puede mover, está preso en la orilla y ya no tiene ningún lugar al que ir. Quizá puede intentar un par de satisfacciones, tratar de poseer la certeza de que algo en su existencia tiene algo de valor. Va a ser difícil. Son demasiados años de suicidio. La dejadez ha hecho nido en su enorme cuerpo. Y las lágrimas se mezclarán con la amargura y con la decepción para que el próximo banquete sea el definitivo.

Brendan Fraser realiza una interpretación extraordinaria más allá de la caracterización de su personaje. Lleno de añadidos y prostéticos, su apariencia condiciona todo su trabajo, pero el actor sabe dotar a su personaje de más carne que la que exhibe. Ríe, llora, se emociona, se enrabieta, se da cuenta de que no ha valido para nada, sabe que sí que hay algo que ha merecido la pena, se mueve con enorme dificultad, maneja la mirada por el enorme hemisferio de su rostro y mientras recorre todos los centímetros podemos intuir lo que pasa por su pensamiento. Y además Fraser sale victorioso en otra batalla. La película es aburrida. No es más que teatro filmado con una adaptación ramplona de Darren Aronofsky, sin humor en ningún momento, sin respiro, sólo colocando al espectador en su condición de asistente pasivo a una agonía y tratando de que el público decida si ese protagonista absoluto de su historia le inspira asco, pena, rechazo o comprensión. Y Fraser sabe muy bien lo que quiere inspirar a pesar del deseo de provocación del director. Es interesante ese duelo, pero no deja de ser una trama que, en el fondo, con sus habituales esquinas religiosas, importa bien poco más allá de criticar unos tiempos en los que parece que la apariencia es lo primero cuando, en realidad, debería ser la honestidad y el sentido de conocer los propios errores.

Los pasos serán trabajosos, y la comida será rápida e infecta en esa orilla donde las olas comienzan a retraerse como una marea que tiene miedo de resucitar a una criatura que no merece morir. En ese espacio lleno de libros en el que se desaprovecha la auténtica valía de un hombre que ha querido enseñar Literatura con pasión, se dirime una lucha por la mortandad, por resucitar la blanca sombra de Moby Dick en una caza que nadie quiere comenzar. Cada día no es más que un intento continuo de respiración trabada, o una batalla en la que lo último que se desea es mirarse al espejo, o una certeza de que nadie va a querer nada con un hombre que ya es un cachalote con piernas y que sólo le queda cerebro para demostrar lo contrario. Y atrás, en un último esfuerzo, quedarán todos sus caminos, todos sus cariños, todas sus letras absorbidas y todos sus criterios que tan mal le han servido. La ballena dará sus últimas bocanadas mientras, tal vez, en algún lugar, su alma irá subiendo al cielo de las bestias.

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