jueves, 23 de febrero de 2023

ELLAS HABLAN (2022), de Sarah Polley

 

Érase una vez un lugar en medio de unas plantaciones sin fruto en el que los hombres hacían lo que querían y trataban a las mujeres como esclavas. Ellas no tenían derechos de ningún tipo. No podían ir a la escuela, tenían prohibido pensar, no debían leer ni escribir y su función era únicamente reproductiva y, por supuesto, eran sólo víctimas de los apetitos sexuales de cualquier desaprensivo que pasara por delante de sus casas. Un día, las mujeres decidieron. Reivindicaron el derecho a decidir. O no hacían nada, o se quedaban y luchaban o se marchaban. Y se dejó que unas pocas de ellas hicieran del pajar su parlamento y, con escaños como balas de paja, cavilaron sobre cómo escapar del patriarcado opresor.

Curiosamente, a pesar de las modas y de los modos, la acción no discurre en ningún futuro distópico sino en 2010, como dando a entender que, en pleno siglo XXI, el atraso llega a ser tan evidente como lo podía ser en los viejos tiempos de los colonos que se atrevieron a conquistar la frontera del Medio Oeste. Los hombres son la bestia parda, a excepción del sensible maestro del lugar, enamorado de una de las ponentes y condenado a la soledad por culpa de su complicidad. Las mujeres, todas vistas bajo el prisma de la comprensión, ostentan distintas posiciones. Unas quieren resistir, otras quieren la venganza, otras optan por el perdón y alguna por el tancredismo. Lo que está claro es que no hay macho bueno, sólo hembra buena. Por mucho que en algunos puntos de sus interminables conversaciones haya algo de razón, el maniqueísmo llega a ser algo chirriante. Y no es que haya ofensa. Es que así no se va a ninguna parte.

Sarah Polley, de la que siempre se guardará un inolvidable recuerdo en la maravillosa y lacerante El dulce porvenir, dirige esta película con un cuadro de actrices muy competentes entre las que sobresalen las dos Lisbeth Salander estadounidenses, Rooney Mara y Claire Foy. La aparición casi fantasmagórica de una adusta Frances McDormand es muy simbólica por mucho que la perjudique la brevedad de su papel. Ben Whishaw consigue una cierta aura de fragilidad en su papel de profesor rural que levanta acta de las reuniones, y el resultado es una película prolija, sin pegada suficiente como para conseguir algo aprovechable en sus objetivos descaradamente feministas porque, sencillamente, aburre. Hay reacciones en los personajes que no son lógicas, ni educadas, probablemente porque la rabia domina y ahí es donde se pierde la razón. Al hombre, en sí mismo, nunca se le ve, como si fuera el enemigo de La patrulla perdida, de John Ford, luego no se incorpora la maldad aunque se sabe porque las mujeres insisten en ello y, por supuesto, todo es cierto. Se hace la oportuna visita a la transexualidad (de mujer a hombre, no al revés que es la más problemática), y se cambia de opinión introduciendo, de paso, un buen puñado de pequeñas preocupaciones femeninas que, sin duda, son importantes, pero puede que no sean tan prioritarias como ganar los derechos de igualdad, básicos y de libertad que todo ser humano, sin distinción de sexo, merece.

Así que no olviden encenderse un par de cigarrillos en pleno pajar y comenzar a marcar el rumbo de la huida como sinónimo de comienzo de la felicidad a través de ese pulgar en línea recta con la Cruz del Sur. De esa manera, nadie podrá decir que se ha perdido en una película cuya mayor virtud es que no engaña y cuyo mayor defecto es su vocación claramente teatral. Todo es muy cruel, todo es hiriente y se debe ser sensible a todo ello, pero los clichés siempre llegan a ser extremadamente peligrosos.

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