Una mujer muere y todas
las miradas se dirigen a Eddie. No es un chico con demasiada suerte. Anduvo con
mala gente, entre otros, con su hermano Walter, y fue acusado de disparar a un
policía cuando él abomina de las armas. Está en libertad condicional, apenas
puede mantener su trabajo de conductor de camión y trata de salir adelante con
su esposa y su hijo pequeño. La ciudad parece engullir a Eddie. Esa mujer ha
muerto y el policía, casualmente el mismo que fue herido por el propio Eddie,
según se dictaminó, cree que es él el autor por la forma en la que ha sido
cometido el asesinato. Al mismo tiempo, Walter vuelve a aparecer y quiere que
Eddie participe en un golpe que está preparando. Eddie no quiere volver a la
casilla de salida. Y, sin embargo, va a tener que hacerlo. El policía está
subido en su chepa, el empleo no se sostiene y él tiene una familia a la que
sacar adelante.
Una película rodada en
un esplendoroso blanco y negro y que resulta muy extraña por los elementos que
intervinieron en ella. Pareció que, de alguna manera, podía ser el vehículo
perfecto para que Alain Delon se introdujese en el mercado americano, pero no
fue así. Ann Margret trata de demostrar sus aptitudes dramáticas en la piel de
la mujer de Eddie. El policía es nada menos que Van Heflin. Y el hermano es
Jack Palance, que, por corpulencia y hechuras, saca dos cabezas a Delon. Detrás
de las cámaras, Ralph Nelson, un director que ha hecho películas de notable
calidad aunque poco conocidas como Una
tumba al amanecer, con Charlton Heston y Maximilian Schell, y Los pasos del destino, con Glenn Ford y
Rod Taylor. En su filmografía abunda el enfrentamiento entre dos personalidades
poderosas que, en el fondo, persiguen lo mismo. En este caso, el policía,
cegado por atrapar al hombre que le disparó, y el delincuente, obligado a
retomar el camino equivocado de sus peores años de escalo y violencia.
El resultado es
ciertamente sorprendente, aún con sus elementos extraños y por la articulación
de sucesivas trampas para cercar el ánimo de todos sus protagonistas. Quizá es
algo precipitada en algunos pasajes, pero, sin duda, se llega a simpatizar con
Eddie, a pesar de que Delon, en esos ambientes, no parece hallarse demasiado
cómodo. La música de jazz de Lalo Schifrin pone el clima de forma muy apropiada
y la fotografía de Robert Burks, uno de los colaboradores habituales de Alfred
Hitchcock, resulta fascinante en sus secuencias nocturnas, en las que la luz
parece huir dejando un rastro sorprendentemente claro en la acción.
Y es que el pasado, de una forma o de otra, siempre viene a cobrarse sus deudas. No importa si el rostro se esconde detrás de un pañuelo, o la autoridad lo hace tras una placa. Ajustar las cuentas es una vieja, viejísima pretensión humana y, de alguna forma misteriosa, con el destino como juez, a eso se encaminan todas las acciones de estos personajes que, en el fondo, arrastran sus errores como pesados macutos en la moral. Un par de disparos, posiblemente, dejarán todo en su sitio. Aunque, quizá, no todo…no todo…
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