Puede
que el debate religioso sea algo que no merezca mucho la pena. Quizá sea un
negocio inventado por el hombre para comerciar con las creencias que, en el
fondo, están basadas en el supuesto consuelo de que hay algo reconfortante
después de la muerte. O, tal vez, sea un cúmulo de enseñanzas que haya que
seleccionar según la formación y educación de cada uno. Incluso es posible que
sólo sea un batiburrillo algo desordenado de obligaciones que calan
intensamente en la moral de los más vulnerables de pensamiento. Todas ellas son
desmontables, débiles y frágiles en sus cimientos y simplemente sean unas
normas éticas que llevan inevitablemente a la conclusión de que Dios y la vida
eterna son preceptos que se hacen realidad a través de la ayuda al prójimo.
No es menos cierto que
ese debate religioso, a veces, se torna en una mera exposición de un producto
que busca incautos que compren a precio de alma. Aunque, bien es cierto, que la
aspiración última de cualquiera de las confesiones es la de ejercer, en el
nombre del Dios de turno, una autoridad y un control que condicione todas las
decisiones de los fieles que, en definitiva, son unos cuantos. La mente, muchas
veces, sólo ve lo que quiere ver, sólo cree lo que quiere creer y sólo actúa
donde quiere incidir.
Esta película pone a la
religión en el cadalso con una serie de razones que coquetean con el terror y
que se olvida de ofrecer la misma moneda con otra cara para todos aquellos que
abrazan el ateísmo. Y, seamos sinceros, un ateo puede tener un sentido ético
tan alto y tan admirable como cualquiera de los creyentes e, incluso, puede
llegar a ser superior. La religión, sí, es un invento humano. Está sujeta a
pasiones humanas, como el afán por el negocio. Languidece por fallos humanos y
es puesta en duda porque, como decía San Agustín, la fe no necesita, pero
acepta ser explicada por la razón.
Hugh Grant realiza una
interpretación casi monstruosa ofreciendo la cara amable de la ambigüedad más
cruel, tratando de demostrar cuál es el objetivo de cualquier religión. Y la
película resulta muy efectiva en sus dos primeros tercios, porque coloca en un
brete a cualquiera que quiera reaccionar a todas y cada una de las
provocaciones que pone en juego ese personaje oscuro, malintencionado y
descreído que, de forma brillante, equipara a la religión con el juego del
Monopoly. Al fin y al cabo, de eso se trata. Yo soy mejor. Yo tengo la verdad.
Sígueme. Dame dinero. Tendrás el reino de los cielos a tus pies. Deberás seguir
el estilo de vida que yo propongo. Deberás juntar las manos y rezar aunque, en
el fondo de tu corazón, Dios sólo te sirve de consuelo y sabes que es posible
que esas oraciones no sean oídas por nadie. Cuando llega el último tercio de
película, nos vamos hacia la sangre y hacia la resolución que no acaba de ser
demasiado lógica, pero hemos llegado en un viaje apasionante que, desde luego,
merece la pena. Tanto para aquellos que desean que no haya nada como para todos
los demás que creen que hay algo llamado eternidad.
No nos dejemos engañar por los falsos aromas, por las músicas que nos arrastran, por las decisiones que nos vemos obligados a tomar llevados por un sentido religioso cuando, en realidad, sólo debemos tomar todo aquello que quepa dentro de nuestro estrecho sentido moral, si es que queremos tomarlo. Los que aceptan todos y cada uno de los preceptos que nos propone cualquier religión son los fanáticos. Y esos, tanto los que creen como los que no, son los peores. Más aún si provienen de una religión que justifica su apoyo a la poligamia durante parte de su existencia sólo para asegurarse una descendencia que garantizase el apoyo de fieles desde la cuna. Eso es manipulación pura y dura. Y eso, desgraciadamente, existe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario