viernes, 28 de febrero de 2025

LA BRUTALIDAD DEL OSCAR

 


Y es que este año, el Oscar es brutal. Y lo es porque la calidad media de las películas presentadas es bastante vergonzante. Lejos quedan aquellos años en que te anunciaban las cinco nominadas y, si bien no estabas siempre de acuerdo con aquellas que acababan llevándose el Oscar al agua, sabías que esas cinco estaban muy cerca de ser las mejores del año. Los tiempos cambian. Ya no hay Oscars honoríficos en la ceremonia. Se prefiere la mamarrachada antes que la elegancia y la apelación siempre oportuna a la nostalgia y hay diez nominadas de las cuales…no se salva ni una. O, al menos, no se salva ni una de acuerdo a los criterios de aquellos que han visto dos o tres películas en su vida, porque siempre habrá el friki encubierto que, sin ruborizarse ni un cabello de su dilecta cabeza, dirá que La sustancia es la mayor obra maestra del cine contemporáneo.

Así que dentro de este ambiente de brutalidad, de falta de clase, de aburrimiento empoderado y de bobadas disfrazadas de trascendencia, el pronóstico, posiblemente muy errado, para la ceremonia de este año puede ir en esta dirección, más o menos.

Como mejor película de habla no inglesa, aunque me parezca notoriamente mejor la brasileña Aún estoy aquí, realista descripción de los años setenta en Brasil y de la que todo el mundo habla pero pocos han visto, parece bastante meridiano que se lo van a dar a Emilia Pérez, de Jacques Audiard. Más que nada porque entronca mucho con las reivindicaciones tan de moda hoy en día y ha sido un título que ha demostrado grandes signos de agotamiento a la hora de llegar al premio más alto de la industria. Si la ceremonia y sus correspondientes votaciones se hubieran celebrado hace tres meses, se hubiera llevado hasta el smoking de los asistentes.



Aunque el mejor guión original sería para la incomprendida y casi ignorada Septiembre 5, parece bastante claro que Coralie Fargeat va a subir a recoger el galardón por esa versión alucinada de El retrato de Dorian Gray que es La sustancia. Atentos a Jesse Eisenberg que últimamente se está posicionando muy bien para que su A real pain también toque oro.



Para el guión adaptado, yo apostaría por el trabajo de Peter Straughan para Cónclave. Seamos sinceros. Es la película oscarizable de este año que más cine tiene dentro, por mucho que el final no convenza ni al Papa, pero hay que reconocer que en sus dos terceras partes, el guión se mueve con maestría y con misterio.



Para la mejor actriz de reparto, no hay duda. Es inevitable que el premio recaiga en Zoe Saldaña por Emilia Pérez. Y hay que decir que es justo. Ella es quien pone mayor dramatismo en la película con sus dilemas éticos, canta, baila y actúa y otorga intensidad, aunque al final su personaje caiga en la adoración a lo divino. Es la mejor. Aunque no estaría nada mal que el premio fuera para Felicity Jones porque ella es lo más destacable de The brutalist.



Otro premio evidente es el de Kieran Culkin por su trabajo en A real pain en la categoría de mejor actor secundario. Es cierto que la película es pequeña y que la trama es prácticamente anecdótica, pero el trabajo de Culkin resulta, quizá, el más complicado al moverse entre sentimientos que el espectador debe descifrar.



Como mejor actor, parece que todas las papeletas llevan el nombre de Adrian Brody por The brutalist. Hay un cierto aroma de que, vaya, otra vez este tío, que no ha hecho nada más en su vida que El pianista y ya se llevó al calvo de oro a casa y ahora, otra vez. Su interpretación es muy buena…con permiso de la de Ralph Fiennes en Cónclave, que es mucho mejor. Aún así, como ya he afirmado en distintos medios, el premio a Brody no molesta, pero es más justo para Ralph.



Habida cuenta que el discurso sempiterno de represión y de qué difícil es la vida para los transexuales, etcétera, etcétera, etcétera de Karla Sofía Gascón se ha quedado en pura pesadez, difícil lo tiene para hacerse con el premio a la mejor actriz. Es el precio de querer ser el niño en el bautizo, la novia en la boda y el muerto en el entierro. Se lo van a dar a Demi Moore por La sustancia a pesar de la contradicción intrínseca que lleva dentro porque se le va a otorgar casi como que pidiendo perdón por exigirle que esté guapa y qué pena y tal y nuestra querida Demi se ha retocado hasta los pelos de la nariz quedándose en una versión un tanto ridícula del personaje que quiere denunciar. Sin embargo, la mejor interpretación, y lo es sin lugar a dudas, es la de Fernanda Torres por Aún estoy aquí porque la actriz decide mostrar el sufrimiento sólo apelando a la intuición lógica del espectador. Sin aspavientos, sin grandes escenas dramáticas, solo con el corazón y la mirada…y eso no lo hace cualquiera. Ni siquiera Demi Moore.



Como mejor director parece claro el premio a Brady Corbet. Más que nada porque ha sido capaz de poner en pie una película de tres horas y nosecuántos minutos con un presupuesto bastante limitado y colocarse en la terna de películas más apreciables del año. No obstante, ya dije que The brutalist carecía de alma de ganadora, que le faltaba algo más, que ese epílogo que tiene le sobra bastante. Me estaré haciendo viejo. Este es el premio justo…y lo digo con la nariz muy, muy tapada.



Mejor película. Agárrense los machos. Todo apunta a que The brutalist va a ser la afortunada, pero me resisto a creerlo. Es cierto que Cónclave está ganando muchos enteros en las últimas semanas porque, sorpresivamente, se está llevando más de un premio mayor…pero, como estamos en ese sin sentido que es el voto preferencial, prepárense para dar el Oscar a la mejor producción del año a Anora, el rollete de Sean Baker (loado y alabado como el director más estupendo de los últimos años) y que sigo diciendo que tiene cierta tendencia a ser tan plomo como una vaca en brazos. Se va a ir con ese pesito de más que es la figura más ambicionada del mundo del cine. Brutal.



Eso es todo, amigos. Y ojalá, por favor, que Dios me oiga, que el año que viene haya mejores películas para decidir. Me estoy embruteciendo con todo esto.

 

jueves, 27 de febrero de 2025

AÚN ESTOY AQUÍ (2024), de Walter Salles

 

Este artículo está dedicado a Gene Hackman. Él siempre estará todavía aquí.

En 1964, un golpe de estado militar en Brasil derrocó al entonces presidente Joâo Goulart por sus evidentes intenciones de escorarse hacia la izquierda en sus relaciones internacionales. En 1969 se recrudeció la represión y comenzaron las desapariciones sin ninguna razón más que la lejana sospecha de izquierdismo aunque fuera levemente moderado. Imagínense. Un hombre que cinco años atrás formó parte del Congreso del Brasil en las filas del Partido Laborista, lleva una vida feliz, con una casa casi en primera línea de la playa de Copacabana en Río de Janeiro. Una esposa inteligente y entregada. Unos hijos maravillosos. Un día, unos hombres llegan y se lo llevan. No se sabe nunca nada más de él. ¿La acusación? De su casa han entrado y salido personas que puede que tengan alguna relación con la oposición. Eso es todo.

No, no lo es. Cuando se lo llevan. Su mujer se queda al cuidado de todo. No tiene acceso a las cuentas corrientes. Debe hacerse cargo de cinco hijos. Tiene que luchar contra los poderes establecidos que niegan por activa y por pasiva haber hecho algo con el marido. Y ella lo hace desde la serenidad, sin levantar una palabra más alta que la otra. Con seriedad. Con sufrimiento. Un sufrimiento que lleva en absoluto silencio para que los hijos no sean arrastrados por la desgracia. Acude a amigos. Unos la ayudan. Otros, no. La prensa. La denuncia. Esto no se debe olvidar. Sin ira. Sin descanso.

Walter Salles dirige con muchísimo acierto esta película que se puede dividir en tres partes. Una primera en la que se nos dibuja un cuadro costumbrista sobre cómo era la vida de una familia de clase media en Brasil en los setenta. Es muy reconocible. Es verdadera. Una segunda en la que el terror se apodera de esa familia mientras trata de recuperar una normalidad que ya no existirá nunca más. Es descriptiva en esa resistencia natural, sin aspavientos, pero sin parar. Una tercera, casi epilegómena, en la que se establece un paralelismo entre la memoria personal y la colectiva. El maldito Alzheimer puede aquejar también a toda una sociedad que se ha dejado asentar en la democracia y en la que demasiados crímenes comienzan a ser olvidados. Es sincera. Es emocionante.

Fernanda Torres, en la piel de esa madre de indudable clase, que lo expresa todo en la mirada mientras no se detiene ante nadie, que sigue hacia adelante a pesar de que todos los indicios apuntan hacia la derrota, realiza un grandísimo papel porque, en su contención, tiene que expresar todos los sentimientos que se agolpan uno tras otro en cada uno de sus hijos, aterrorizados y expectantes ante un futuro que se presenta amenazador y vacío. Además de ello, tiene que conjugar los de su propio personaje, Eunice, una mujer valiente que batalló hasta el final con la mirada de quien se sabe con la razón mientras todos sus recuerdos, sus felicidades y sus anhelos se quedaban enterrados en algún lugar de su memoria y de su intención. En algunos momentos, Fernanda Torres llega a ser vibrante en su interpretación, inteligente en su exteriorización, tremenda en su significado. Sabe dónde puede llegar con cada uno de sus movimientos. Sabe dónde puede doler con cada una de sus miradas.

Así que no, no hay que olvidar. Porque mientras no olvidemos, seguiremos estando ahí. Testigos de algo que ocurrió ante nuestros ojos y entre nuestras carnes. Y hay que decirlo para que no se vuelva a repetir, para que no se vuelva a dar esa insultante falta de preocupación por el prójimo, por mucho que no comparta las mismas ideas. Esto es muy ingenuo, lo sé, pero me gusta pensar que lo digo en letra alta.

miércoles, 26 de febrero de 2025

EL CLIENTE (1994), de Joel Schumacher

Un niño en el borde del coqueteo con lo prohibido ve lo que no tiene que ver. Y comienza a ser el objeto de deseo para muchos. El fiscal quiere utilizarlo para dar un golpe definitivo contra la Mafia y, de paso, postularse para algún cargo político de cierta relevancia. No en vano lo llaman, de manera algo cínica, “El Reverendo”. Sin embargo, siendo un tipo que emplea malas artes y que, de algún modo, se aprovecha de la ignorancia ajena, va a encontrar la horma de su zapato en Reggie, una mujer que empieza a estar de vuelta de todo y que ha decidido defender al chico. Quizá, así, consiga ajustar cuentas con su pasado, ese mismo que le costó un divorcio traumático, una caída en el alcohol y una vuelta al equilibrio que nunca debió perder. Por otro lado, sin lugar a ninguna duda, la Mafia también quiere hacerse con el chico porque es un testigo molesto porque, más que ver lo que no tuvo que ver, escuchó lo que no tuvo que escuchar. Todo por un cliente de un caso que, en teoría, resulta bastante fácil porque no es más que un suicidio de un tipo que prestaba sus servicios legales a la Mafia.

El chico, en este entramado de juegos sucios en los que también se halla su madre y su hermano, va madurando desde el principio y es capaz de atisbar que el mundo de los adultos es desoladoramente cruel, pero que también hay un lugar para el cariño y la comprensión, aunque hay que buscarlo con ahínco. Él sólo quiere volver a casa y jugar con su hermano, a pesar de que es el típico chico que está entrando en una edad muy difícil y que está destinado a vagar por el barrio en busca de una papelina. Sin embargo, Reggie, esa abogada que le está representando y defendiendo por nada, va a darle un par de lecciones con sabiduría, con paciencia y en el propio lenguaje del chico, porque los adultos serán crueles, irán a lo suyo, se olvidarán de las cosas que realmente importan, pero no suelen ser tontos y eso es algo que el chico tiene que aprender.

Otra de las adaptaciones que se hicieron sobre un original literario de John Grisham que puso en evidencia la falta de defensa que tiene un menor cuando se ve en una situación comprometida. La dirección de Joel Schumacher es sobria y muy acertada salvo, quizá, en un final que parece alarmantemente falto de fuelle. La interpretación de Susan Sarandon es excepcional, moviéndose en la seguridad y en el atractivo de una mujer que ha pasado la peor crisis de su vida y que se está moviendo hacia rumbos decididos. Tommy Lee Jones da el tipo de ese fiscal marrullero, al que le gusta salir en los papeles y que, en última instancia, nunca va a salir perjudicado de nada porque a todo le sacará partido. Brad Renfro, una estrella que se apagó demasiado pronto, hace muy bien de niño siendo niño y la película nos lleva por procelosos mares legales que, incluso, son insalvables para los adultos. Tal vez por eso, todos buscamos a alguien que nos defienda, que nos quiera, que nos dé a entender que no somos simplemente algo útil para determinado momento, sino que somos personas que necesitan de los demás y que los demás también nos necesitan. Tal vez, en algún momento, seamos el punto de equilibrio en el que se asienta todo el entramado de cariños del entorno. Y eso, si caemos en la cuenta de ello, no es nada fácil.


martes, 25 de febrero de 2025

A DIEZ SEGUNDOS DEL INFIERNO (1959), de Robert Aldrich

 

Unos cuantos soldados dedicados a desactivar bombas en Berlín después de la guerra. Un trabajo para locos. Bah, tantos años tratando de derrotar a los alemanes y ahora, aquí, en un momento, en apenas diez segundos, puedes irte al infierno con un billete de ida sin vuelta. Para hacer este trabajo bien hay que haber desactivado muchas bombas antes. Quizá por eso los mandos se han encargado de que no todos ellos sean trigo limpio. Karl es un individuo que ha tenido problemas de disciplina y se ha convertido, de alguna manera en un renegado. Estima a sus hombres y no quiere que les pase nada, pero Karl tiene problemas que le mueven hacia el mal. Como si enfrente de él se hubiera abierto una chimenea en cuyo fondo se mueven las más hambrientas fauces de una serpiente. Eric es otro de sus hombres. Lleva consigo unos cuantos problemas psicológicos, agravados por la sensación de que cualquier fallo en la desactivación de una bomba puede llevarse a unos cuantos por delante. Por eso, tal vez, prefiere hacerlo él mismo, y la adrenalina, poco a poco, le está matando. El trabajo de artificiero es muy extraño, porque no acaba una vez que te den el visto bueno y estés listo para irte a tomar una cerveza. Hay que analizar los componentes, y darse cuenta de la malvada burla del destino que supone encerrarte en la desactivación de bombas. En el momento en el que se están cortando los cables de un artefacto, no estás controlando tu destino.

El director Robert Aldrich no quedó demasiado satisfecho del resultado de esta película, alegando que en muchos momentos, no tenía mucho sentido, pero otorgó a la cinta una vibrante sensibilidad y una tensa calma. Para ello, se rodea de actores conocidos como Jack Palance, que ya había trabajado con él en dos películas excepcionales como Ataque y El gran cuchillo y que fue su última colaboración alegando el propio Aldrich que “no es bueno trabajar más de dos veces con el mismo actor y más si es un tipo que no tiene la menor confianza en ti.”. El otro elegido es Jeff Chandler, en un papel muy inusual para él, rondando la villanía. Con la excusa de la desactivación de bombas, Aldrich propone también un paralelismo entre la acción y lo que está ocurriendo en el interior de sus personajes. La violencia, en esta ocasión, no sólo es física, sino que también es moral.

También resulta sorprendente que Aldrich se confiara a la producción de la Hammer Films, compañía de producción inglesa más especializada en cine de terror que en dramas de suspense asegurado. Lo cierto es que Aldrich, a pesar de que no tenía un carácter fácil, intentó hacer una buena película y no pasa de ahí, sin duda, pero ya es bastante teniendo en cuenta de que tiene una narración en la que hay que mirar muy en el fondo del barranco interior de cada uno de esos actores tan maravillosos.

Puede que A diez minutos del infierno sea levemente confusa. A ello contribuye el hecho de que los productores insistiesen en cortar casi cuarenta minutos de película. Son cosas de Hollywood…y ahora, perdónenme, tengo que pensar si es más correcto cortar el cable rojo o el cable verde.

viernes, 21 de febrero de 2025

LA HABITACIÓN VERDE (1978), de François Truffaut

 

Julien arrastra un trauma por la muerte de su esposa, acaecida diez años atrás. Ha levantado un santuario para ella en la habitación verde de su propia casa. Todos los objetos y recuerdos que ha guardado se amontonan en esa inquietante habitación que Julien considera que es una parte de lo más íntimo de él mismo. Sigue sintiendo dolor, pero se recrea en él. Es incapaz de pasar página, de seguir con la vida. Se ha dedicado en cuerpo y alma a adorar y recordar a aquella que amó con alma y cuerpo. Algunas veces, parece que ella vuelve para hablar con él. Es como si la soledad hubiera hecho tanta mella en Julien que se vuelve corpórea, única, irreductible. Lo peor de todo es que, dentro de esa soledad abrumadora, Julien se da cuenta de que hay otras personas que también rinden un culto particular a la muerte de sus seres queridos. El fuego, tal vez del infierno, arrasa la habitación. Y entonces Julien pide permiso para que, dentro de un auténtico santuario, su mujer siga habitando en su ánimo. Puede que sea la edificación de una puerta que les ponga en contacto.

Mientras tanto, una mujer conoce a Julien y se va enamorando de él. Entiende su fascinación por la muerte, pero va sucumbiendo a su forma de andar, a su misterioso rostro que no es más que la máscara en la que esconde un dolor insufrible, a su vestimenta, tan negra como la propia muerte…Ella cree que, juntos, pueden alejarse de la sensación de la guadaña cercana. El santuario va extendiendo su temática. Ya no sólo es la mujer de Julien, sino también todos aquellos que se han ido y que formaron parte de su círculo de amistades. Ese mismo que se rompió porque la Primera Guerra Mundial estuvo condicionando sus vidas y precipitando sus muertes. La habitación verde resulta más grande, más inquietante, más impenetrable.

Esta es una de las películas más oscuras que dirigió nunca François Truffaut y, nuevamente, consigue una reflexión particular sobre la muerte que llega a hacer mella en todos aquellos que hemos perdido a alguien de nuestro entorno más cercano. Y, por si fuera poco, esta deprimida obsesión por la muerte sirve como excusa para narrar una historia de amor que ya fue y otra que está siendo. Todo es extremadamente sombrío y parece que el antónimo de la muerte, el amor, no tendrá mucha cabida. Sin embargo, dentro de esa obsesión casi autodestructiva, existe algo parecido a la esperanza. No mucha, apenas imperceptible, casi despreciable. Pero ahí está. Es un intento de transmitir el dum vivimus vivamus, vivamos mientras vivimos, porque ése es el pilar básico sobre el que se edifica algo tan sinuoso y zigzagueante como la felicidad. Puede que Truffaut también avise para cuando lleguemos a esa edad en la cual nos damos cuenta de que hemos conocido más gente muerta que la que permanece viva. ¿Quién sabe lo que pasaba por la cabeza del francés? Era un director que no tenía miedo a hacer nada, como esta reflexión profunda, severa y tremenda sobre la muerte y sobre las obsesiones insanas. La muerte, tal vez, no deba ser nunca un objeto de idealización.

jueves, 20 de febrero de 2025

CAPITÁN AMÉRICA: BRAVE NEW WORLD (2024), de Julius Onah

 

Un inicio fragmentado con poquita información en cada segmento para que la trama sea ágil y no se noten las costuras. Harrison Ford sustituyendo a William Hurt, ya fallecido, para interpretar al Presidente Thaddeus Ross. Un malo muy intelectual que acaba de una manera que no se sabe muy bien por qué. Una actriz como Shira Haas con menos carisma que una lombriz en un pozo de serpientes. Mucha acción con una supuesta sorpresa final que la película va anunciando todo el rato y que ni es sorpresa ni es nada. Y, sobre todo, una cierta sensación de poco convencimiento en todo este intento de reconstrucción del Capitán América en medio de un mundo que todavía está lamiéndose las heridas de haber perdido la mitad de su población.

Y al final, aplausos. Pues muy bien. No me extraña que luego pongan a caldo a Martin Scorsese por decir que eso no es cine. No, no lo es. Ni siquiera Harrison Ford se ve cómodo. Está todo el rato forzado como si quisiera pedir perdón por interpretar un personaje dentro de todo este lío del mundo Marvel. La tradicional secuencia post-créditos tampoco tiene tirón alguno. La única aparición especial es la de Sebastian Stan que aparece un momento para consolar a Anthony Mackie, le pasa la mano por el hombro y se va. No hay chispa. No hay una diversión controlada. Todo es un ofrecimiento de destrozo por aquí y por allá, bastante mal dirigido aunque se podría haber sacado algo de esa secuencia en la que el Capitán y Falcon tratan de impedir que los japoneses y los americanos se líen a bombazos. El resultado final es pobre. Pero, eso sí, al final hay aplausos. No desesperen. A la gente le encantan los puñetazos, el escudo utilizado como frisby, los gráficos que cantan más de lo normal sin estar mal del todo. ¿Me habré vuelto líder?

Ninguna de mis dudas tiene sentido. Al final, hay aplausos y hay un sentimiento general de satisfacción, como que todo este lío que han montado con los diferentes argumentos de Marvel tiene visos de reconstruirse con tanto tirón como tuvieron en algunas de sus entregas. Incluso hay una encomienda del presidente pidiendo al Capitán que vuelva a unir a los Vengadores. ¿Se imaginan? Liderados por Spiderman y con Sam Wilson, los nuevos Vengadores se van a encargar de explotar como es debido el adamantium que ha surgido por esa mano gigante de Thanos hundida en el mar. Realmente, no sé si estoy hablando con propiedad porque, además, es complicado unir las piezas si no se ha visto la serie Falcon y el Soldado de Invierno. Estoy tan entusiasmado que ya me estoy tejiendo el traje de hebras irrompibles para lanzarme como un cohete a detener cualquier misil que amenace la paz en la Tierra.

No me hagan caso. Al final, hay aplausos. Estoy seguro que a cualquiera que le pidan que les cuente la película no sabe ni por dónde empezar, pero el pim pam pum que se organiza es de tal calibre que nada cuenta salvo que la Casa Blanca se queda hecha unos zorros y lo mismo la aparición de un Hulk de color rojo hace que nos pensemos seriamente si no es eso mismo lo que tenemos como inquilino del palacio presidencial. Por favor, que vuelvan los Joss Whedon y los Jon Favreau, que Disney se deje de zarandajas y que volvamos a disfrutar de lo que realmente importa si lo que desean es resucitar la segunda generación de super-héroes que, estoy completamente seguro, no llegarán ni a la suela del zapato a los originales. Y lo único que me queda claro es que no tienen ni idea de por dónde seguir. Harrison, jubílate. Mackie, actúa un poco, anda. Danny Ramírez, sigue el consejo de motorista que te dan al final. Señoras, caballeros, ahórrense el precio de la entrada.

miércoles, 19 de febrero de 2025

THE OUTPOST (2019), de Rod Lurie

 

Hay lugares en la Tierra en lo que se puede atisbar el precipicio del infierno. Uno de ellos es este lugar, acostado sobre una abrupta montaña, en donde se ha instalado un puesto de vigilancia alejado por completo del campamento base y que tiene todos los billetes para cogerse el autobús hacia la tumba. Es un sitio aislado, sin mayor visión que la que proporciona la árida cumbre que se erige en su retaguardia, mientras que en vanguardia sólo se alcanza a ver el desierto polvoriento de piedra y miedo. No importa el número de soldados que estén allí, no importan los suministros que se puedan almacenar, da igual las ametralladoras que se pueden apostar para repeler cualquier tipo de ataque. Los hombres destinados allí tienen las cartas de la muerte en su mano y muchos de ellos perderán la vida.

Es uno de esos puestos de vigilancia a los que se les ha bautizado como “Campamento Custer” porque nadie puede salir vivo de allí en caso de un ataque talibán. Y, efectivamente, eso ocurre. Es un ataque basado más en el número que en la táctica y habrá que defenderse con uñas y dientes, con vehículos, con munición, con la pólvora flotando en el aire y conservando toda la sangre fría que no debe ser derramada. Sin embargo, las cosas se ponen feas. Los talibanes ganan terreno y los soldados se van replegando en una estrategia plenamente ensayada. Por el camino, van cayendo los amigos, los buenos oficiales, los esforzados soldados que combaten, sobre todo y ante todo, por el amigo que está al lado. Los disparos silban rozando los oídos, las armas echan humo y aún así, el enemigo sigue avanzando. No hay demasiadas esperanzas para ese puesto avanzado en medio de ninguna parte. Está tan alejado de la base que el apoyo aéreo puede tardar hasta dos horas. Genios militares.

No cabe duda de que esta película ha palidecido en comparación con otros retratos de guerras modernas y, sin embargo, es una buena película de supervivencia y aventuras. No cabe duda de que la guerra nunca es agradable, pero en esta ocasión se ven claras las referencias mezcladas a La patrulla perdida, de John Ford, y, sobre todo, a la estupenda Zulú, de Cy Endfield. Cambian las armas y los uniformes, desde luego, pero el espíritu de resistencia sigue ahí, atrincherado o parapetado tras cualquier barracón, buscando soluciones rápidas y eficaces ante un acoso en el que, muy probablemente, no querrán prisioneros. Quizá un suboficial tenga alguna idea sorprendente como dejar de resistir y tomar la iniciativa en un ataque que se antoja prácticamente imposible. O, tal vez, llegue a tiempo la caballería del aire. Nunca se sabe. Lo cierto es que, en esas situaciones, la sangre del de al lado es la sangre de mi hermano y hay que hacer todo lo posible para llegar vivos al final. Cueste lo que cueste. Aunque cualquier bala se lleve la juventud, las ilusiones o la camaradería que alguno puede llegar a sentir. Munición, por favor. Estamos secos.

martes, 18 de febrero de 2025

LA INFILTRADA (2024), de Arantxa Echeverría

 

En la oscuridad de la noche húmeda del norte español, nadie puede oír unos gritos. Eso lo sabes bien porque no te está permitido gritar. No te está permitido comunicarte como siempre lo haces. No te está permitido pensar por ti misma. Si quieres hacerte amiga de los malos, tienes que pensar como ellos, actuar como ellos y, si es necesario, matar por ellos. Ése es el peligro de una infiltración en una organización terrorista que no dudaba en contestar al estado español con un tiro en la nuca o con una bomba debajo del coche. Nadie sabe lo que es vivir tan al filo que simplemente llamar al gato por su nombre puede ser un signo inequívoco de traición. Y cuando los etarras se han sentido traicionados, no han tenido ningún problema en sentenciar a muerte.

A menudo, olvidamos los años de plomo, los terribles asesinatos que un día y otro también se cometían en nombre de una Euskadi supuestamente libre en la que ellos soñaban con implantar un estado de corte marxista-leninista. Por supuesto, si caían en manos de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, esperaban un trato civilizado. El mismo que ellos daban. Es así de sencillo. Si la guerra es sucia, hay que ensuciarse las manos. Si el pánico se apodera del día a día, entonces no queda más que agarrarse a las puntitas de la esperanza en un ambiente que podría ser hermoso y no es más que un hervidero de odios y rencores. Para destruir al león, hay que meter la cabeza entre sus fauces y, a ser posible, sin que él se dé cuenta. Y si hubo guerra aún más sucia, ahí es donde la democracia debe jugar sus bazas.

Se han leído y escuchado muchas voces a favor y en contra de esta película de Arantxa Echevarría. Normalmente, en ambos casos, suelen ser voces poco autorizadas, voces que no han vivido con el miedo a cuestas y que romantizan la lucha de una banda de asesinos que no tuvieron piedad con nadie, ni con los que la merecían, ni con los que no. Sin embargo, no se puede negar la valentía de la directora y de los responsables de la producción en adentrarse en este heroico intento de infiltración por parte de la única mujer policía que consiguió ganarse la confianza de algunos de esos asesinos. Nadie ha caído en algo tan básico como que esos asesinos de pistola rápida y huida fácil utilizaban a las mujeres como criadas a su servicio que, de vez en cuando, también tenían que satisfacer otras necesidades más primarias por el bien de la revolución. Esto es algo que se apunta en esta película. Y hay que poner en su justa medida un trabajo tan arrojado como el de Carolina Yuste y unas interpretaciones tan contenidas y colocadas como las de Luis Tosar o Víctor Clavijo. Por supuesto, Diego Anido también da el tipo de etarra despreciable y sanguinario, sin ninguna atadura moral más que el deseo de trepar y mandar sea al precio que sea.

El resultado es una película llena de tensión, con situaciones que siempre agarran el corazón y lo estrujan al máximo para delatar las dificultades de una infiltración secreta en la que, haciendo verdad una denuncia bastante añeja, la Policía Nacional y la Guardia Civil no compartían información en la lucha antiterrorista. El mérito de Arantxa Echevarría es el manejo de un reducido espacio escénico, concentrado en el apartamento de la agente infiltrada y en el operativo de vigilancia desplegado, con una agilidad encomiable en cada una de las situaciones planteadas. Incluso cuando muestra el lado más humano de los asesinos se intuye una cierta sensación de desasosiego que puede ser, muy fácilmente, la misma que experimentaba esa chica que debió de sentirse muy sola en las largas noches de lluvia continua y valentía consumida mientras pensaba, como algunos de nosotros, que una idea es demasiado débil si, para hacerla triunfar, se necesitaba de la fuerza.

viernes, 14 de febrero de 2025

EL AYUDA DE CÁMARA (2015), de Richard Eyre

 

Demasiadas tablas soportando el peso de la actuación. Demasiados focos iluminando el párrafo inmortal. Demasiadas imágenes en el espejo del maquillaje, tratando de deformar el físico hasta hacerlo creíble. El gran actor está llegando a la última actuación y quiere ajustar cuentas con todos los que le rodean. En su mirada hay sabiduría a raudales, pero, también, la pérdida que se refleja en una búsqueda infructuosa en los rincones de la memoria. A su lado, siempre fiel, siempre apoyando, siempre teniéndolo todo listo, estará su sombra, su ayuda de cámara, el confidente, el que ha sido su amigo de toda la vida y, sin embargo, ha contado para muy poco. Aunque sólo para él. Sin esa ayuda imprescindible, el actor no hubiera salido a escena en muchas ocasiones, presa de sus depresiones, de sus ansiedades, de sus miedos y, por supuesto, de sus múltiples vanidades. Ese ayudante le ha recordado líneas del bardo inmortal, le ha hecho centrarse, ha ido a por su pensamiento extraviado y lo ha traído de vuelta. Nadie se ha fijado en él y, posiblemente, sea el elemento más importante de esa compañía de repertorio que, cada noche, interpreta distintos textos de Shakespeare. Arriba el telón. El actor debe estar allí, dispuesto a ofrecer ese algo tan especial que hace que el público se olvide de que, allí fuera, en la oscuridad, hay una guerra.

En esos prolegómenos de El rey Lear, el actor contempla sus dominios que no son más que un camerino bastante cochambroso debido a las restricciones obligadas por las incursiones aéreas de los nazis. De hecho, el inicio debe retrasarse un poco porque las bombas están cayendo y el público puede bajar al refugio si lo desea. Ese retraso, todo hay que decirlo, es bastante conveniente, porque el actor, el gran actor, pierde el hilo con facilidad y aún no puede salir a escena. A la inmortalidad.

En 1983 ya se realizó una espléndida primera versión de la obra teatral de Ronald Harwood The dresser, que fue titulada en España como La sombra del actor y que fue nominada a cinco premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, dos de ellas al mejor actor principal para sus dos protagonistas, Albert Finney y Tom Courtenay. En esta ocasión, otros dos monstruos se hacen cargo del peso dramático de esta obra filmada y son Anthony Hopkins e Ian McKellen. Enormes, monstruosos, increíbles, con momentos de una calidad interpretativa nunca soñados en una película que, como muchas otras, ha pasado totalmente inadvertida. McKellen domina la función, como su personaje de camerino, yendo y viniendo y poniendo todo el entusiasmo que es necesario en el teatro. Hopkins alcanza miradas de magisterio absoluto, dando a conocer al público todo lo que necesita y que su actor interpretado nunca pronuncia. El resultado es una película que merece la pena sólo por ver la réplica y contrarréplica que ellos encarnan, con el añadido, en un papel secundario, de un excelente Edward Fox, que está ahí, poniendo algo de humanidad en un mundo frío cuando, en realidad, debería ser todo pasión. Sólo por ellos, esta película debería verse. Y el público al que le gusta ver interpretaciones impresionantes, no mueren jamás de agotamiento.

jueves, 13 de febrero de 2025

MARÍA CALLAS (2024), de Pablo Larrain

 

La magia de la voz de María Callas residía, fundamentalmente, en su fortaleza inquebrantable. Llena de cuerpo y de densidad, se volvía delicada en las notas más difíciles. Era como si el amor, en sí mismo, hubiera decidido dedicarse a la ópera. Su vida, marcada por la tragedia, fue el mayor enemigo de esa voz que, un día, se apagó literalmente. Fue una voz difunta que, a pesar de varios intentos, no se pudo resucitar y marcó un retiro prematuro para una de las habilidades vocales más impresionantes de todos los tiempos.

El director Pablo Larrain, después de sus retratos femeninos en Jackie y en Spenser, se lanza de nuevo con esta visita al interior de la mítica soprano. En realidad, no hay realidad. Todo es una especie de mezcla de recuerdo y ensoñación, de deseo y frustración que se sucede dentro de la mente de la cantante en sus últimos siete días de vida. Nada es cierto y Larrain trata que todos estos vistazos al alma de la Callas conformen un mosaico de lo que ella pensaba, sentía, amaba y moría. Puede que sea cierto, puede que no, pero no llega a calar muy hondo salvo por el excepcional esfuerzo interpretativo de Angelina Jolie que, sorprendentemente, da el tipo, se transforma en María Callas y consigue, de algún modo, apagar esa mirada luminosa para integrarse en esta película lánguida con deseos de sublimación.

Y es que son demasiados los escalones que obstaculizan el alma de una artista que no dejó de ser arrogante, que siempre quiso y necesito al público, que deseaba el halago como si fuera el almuerzo de cada día. Sus caprichos de diva llegaron a oscurecer sus grandezas de arte y, durante mucho tiempo, fue uno de los materiales preferidos de todas las publicaciones de papel maché en toda Europa. Ahí está su terrible supervivencia en la guerra ante los alemanes, su enamoramiento de ese hombre feo y simpático, rico hasta las trancas, como Aristóteles Onassis, su pérdida de la voz debido a su hígado moribundo, su guerra contra todos aquellos que querían derribar el mito y ofrecer la imagen de una mujer vulnerable, castigada y alcanzable…Todo ello se junta en estas ensoñaciones de Pablo Larrain, salpicadas por la aparición de un supuesto director de un documental sobre ella que, descriptivamente, se llama Mandrax, una de las pastillas que formaban parte de su repertorio de medicinas adictivas. Todo se conjuga para una despedida y, al mismo tiempo, ella quiere permanecer. Y la única razón a la que se puede agarrar es a esa sensación de abandono que experimentó a lo largo de toda su vida. Su madre no la quiso. Onassis la abandonó por Jackie Kennedy. El público llegó a rechazar con cierta violencia sus continuas ausencias. La voz quiso fugarse. Abandono para un corazón que quería deslumbrar.

Más allá de eso, la película se resiente de un ritmo lento, en el que casi se huele el polvo inexistente de mansiones forradas de madera de roble en sus paredes y con el repetitivo tic-tac de los relojes de pared. El disfrute de la vida para ella ha pasado a ser un sufrimiento descarado, casi insultante, porque ya no tiene nada al alcance y le son negadas hasta sus propias virtudes. En realidad, Larrain expone todas estas alucinaciones al margen de la narrativa convencional a través de una fotografía notabilísima, mientras los únicos que permanecen al lado de la primera dama de la ópera son sus propios criados, entregados a la causa de intentar una sonrisa, un gesto de amabilidad o un instante de relajación. Larrain articula toda la película con la estructura de un aria para una voz difunta, una melodía trágica que, cuando cae el telón, se ovaciona por el trabajo de la actriz protagonista…pero nada más.

miércoles, 12 de febrero de 2025

MUERTO AL LLEGAR (D.O.A.) (1988), de Rocky Morton y Annabel Jankel

Dexter Cornell no lo tiene fácil al llegar a la comisaria. Va a denunciar un asesinato y la víctima es él. Ha tenido sólo veinticuatro horas para investigar quién le envenenó y ha tenido que correr de aquí para allá, con la vista cada vez más nublada y el entendimiento cada vez más turbio, para averiguar quién le ha odiado tanto como para matarlo. Siempre suele ser quien tienes más cerca, profesor Cornell. Sin embargo, todo esto ha sido necesario para que él mismo se dé cuenta de que llevaba cuatro años muerto. Justo desde que ni una letra salió de su mente. Dejó de escribir y se dedicó sola y exclusivamente a la enseñanza. Ahí ha tenido tiempo para tontear con el alcohol, arrinconar a su esposa, olvidarse del proceso de creación y, de una forma un tanto velada, ahogar todo afán de destacar por parte de su alumnado. Shakespeare en primer lugar. Lo demás es todo basura.

Cuando alguien ha vertido un veneno en la bebida, es que tiene suficientes motivos como para odiar a quien la toma. Y, además, sacar una ventaja que es la que realmente busca. Es decir, se hace por algo, pero también porque ese estúpido de Dexter Cornell publicó un par de libros que funcionaron muy bien y luego se le apagó la imaginación y el desborde literario. Es un verdadero bobo que no tiene ni idea de cuánto se le ha dado y, así por las buenas, tiró todo por la ventana sólo porque nada le parecía suficiente. Y la escritura es una vocación adictiva. Nunca se debe dejar de escribir porque las letras se marchan con el primero que pasa. Y ese primero está en la clase de Dexter. Y es el primero también en otras cosas.

Con las convenientes modificaciones haciendo que el protagonista pase de ser un aburrido burócrata a un fascinante literato, Muerto al llegar es una versión modernizada de aquel fantástico clásico del cine negro dirigido por Rudolph Maté titulado Con las horas contadas, que tuvo a Edmond O´Brien como protagonista. Aquí es Dennis Quaid quien asume la carga de la prueba y a su alrededor hay rostros conocidos como los de Daniel Stern o Meg Ryan. El resultado de la dirección de Rocky Morton y Annabel Jankel es de una estética bastante cercana al videoclip imperante a finales de los ochenta, pero contiene ideas visuales muy interesantes como el hecho de ir decolorando toda la fotografía según se va escapando la vida del protagonista hasta llegar al blanco y negro con el que también comienza para irse al flashback después de ese principio impactante en que el denunciante también es la víctima del asesinato. La música, por supuesto, se resiente de la época, pero aún resiste el embate del tiempo con cierto apoyo en un ritmo que se antoja trepidante y que hace que se convierta en un digno remake de la película de Maté, aunque en ningún caso lo llega a superar.

Ténganlo en cuenta. Si deciden echar unas copas porque las cosas van mal, extremen el cuidado. Ahí, al otro lado de la bandeja, puede acechar el enemigo que no conocen y que ha vertido algo extraño en la bebida. No podemos imaginar lo que debe ser que, de repente, sólo te queden veinticuatro horas de vida porque estarás muerto al llegar.

martes, 11 de febrero de 2025

JUMPIN´JACK FLASH (1986), de Penny Marshall

 

Una vida aburrida realizando transferencias de montones de dinero a entidades e instituciones financieras de Asia y Europa no es el modelo soñado por una joven que ha hecho de Nueva York un hogar raro y atrayente. Ella es un poco díscola, pero indudablemente eficiente. Su jefe, como dijo alguien “todos los jefes suelen ser unos inútiles”, es bastante inútil y la llama al orden, pero no prescinde de ella porque sabe que lo está haciendo realmente bien. De repente, en un giro imprevisto del destino, alguien se pone en contacto con ella a través del ordenador. Es una broma, no puede ser. ¿Un espía detrás del telón de acero? Venga ya. Me estás tomando las rastas ¿no? Y encima el fulano le pide un favor. ¿Esto qué es? ¿Bucear en una canción de los Rolling Stones para saber lo que quiere decir?

Desde ese momento, la vida de Terry se desmanda en todas las direcciones. A ella no le importaría tener una pareja…pero esto es un poco demasiado ¿no? Un espía. Ja. Y que vaya a la Embajada Británica a entregar un mensaje. Claro, voy allí, suelto el mensaje y me despido. Fácil. A su alrededor comienzan a proliferar una serie de individuos que son menos recomendables que un suero de la verdad. Intrigas por allí, mensajes en sartenes, falsos agentes, las compañeras que la empujan a pillar pareja por cualquier medio, el jefe dando la vara, demasiado para Terry, o para cualquiera. El caso es que la aventura comienza para ella y va a haber risas, suspense, persecuciones, situaciones incómodas y rescates de última hora.

Se puede apreciar en esta película una cierta carencia de presupuesto, casi como un telefilme, pero, no obstante, la historia tiene una cierta gracia habida cuenta de que el apartado tecnológico se ha quedado lastimosamente obsoleto. En aquella época, a mediados de los ochenta, era toda una novedad mantener un chat en un ordenador y el diseño acaba por ser casi fenicio. No obstante, es una película tremendamente divertida, con momentos de comedia de cierta altura en la que Whoopi Goldberg da rienda suelta a su vena más gansa, especialmente en la escena en la que el vestido de noche se le queda enganchado en una trituradora de papel, con un chiste visual que resulta tan tronchante como cualquiera de las comedias del cine mudo. Además, la trama de espionaje funciona, siempre sin tomarse demasiado en serio, con actores conocidos haciendo que la historia sea un misterio de cierta gracia. Ahí están John Wood, Stephen Collins, Jim Belushi, Carol Kane y, por supuesto, la sorpresa final de quién es ese espía que está detrás del ordenador.

Así que mucho cuidado si reciben algún mensaje anónimo por los medios actualizados de hoy en día. No se sabe nunca quién puede estar al otro lado, pero si se descuidan pueden tener a un espía atrapado en una zona caliente del mundo que les pide alguna cosa imposible y que, además, aprovecha que el Pisuerga pasa por Valladolid para tirarles algún tejo que otro mientras allí escapa de los perseguidores y aquí se las hacen pasar peor que a un cangrejo en el acuario.

viernes, 7 de febrero de 2025

DAVID LYNCH: LA CINTA DE MOEBIUS


“No lo entiendo, pero es fascinante”.

Esta es la frase que más veces he podido escuchar a cualquiera que se atreviese a hablar sobre el cine de David Lynch. No cabe ninguna duda de que se trató de un cineasta diferente, dispuesto a dinamitar las convenciones narrativas del cine, con historias que eran enormemente atractivas que, en muchas de ellas, se daban la vuelta ofreciendo otra cara de una realidad aceptada y que, de improviso y de forma paradójica, desafía todas las nociones preconcebidas. Fue la demostración preclara de que la cinta de Moebius podía tener su reflejo en las películas.

No siempre fue así porque su debut en el largometraje fue algo fuera de lo común con una cinta que no fue de Moebius, pero que hubiese hecho las delicias de Luis Buñuel con Cabeza borradora, mostrando un mundo en donde lo mutante es lo cotidiano y el surrealismo surge hasta la misma superficie de una mente que va cayendo progresivamente en una paranoia alucinada. En el momento de su estreno, causó sorpresa y rechazo, adoración y ensimismamiento. Tal vez por ello le costó mucho volver a dirigir una película. Fue Mel Brooks el que le sacó de los tres años de parón porque había visto esa especie de fábula marciana que había dirigido y le había encantado el uso del blanco y negro. A través de su productora Brooksfilms, le ofreció la posibilidad de dirigir la historia de John Merrick, conocido como El hombre elefante, poseedor de una malformación congénita terrible. Lynch aceptó el encargo a pesar de que eso significaba alejarse de todos los principios esbozados en su primer título y se aplicó en ofrecer un argumento demoledoramente realista a través de un personaje que parecía sacada de la peor de las imaginaciones. Quizá fuera una broma cruel de Dios, o de la Naturaleza, o, simplemente, Merrick nació para concentrar el escarnio de muchos villanos que no dudaron en burlarse de él y humillarle.

Nueve nominaciones al Oscar en una película inolvidable le proporcionó la oportunidad de adaptar el clásico de la ciencia ficción Dune, basada en la novela de Frank Herbert, que Lynch adaptó con una estética cuasi-comic y se encargó de embarullar para que nadie supiera muy bien qué es lo que trataba de contar. El productor Dino de Laurentiis le arrebató el montaje final esperando darle algo de coherencia. Le llevó a la quiebra.

Dos años después volvió con fuerza, rebuscando en las entrañas más sórdidas y enfermizas del  cine negro con Terciopelo azul, una película sobre las obsesiones, las curvas de la percepción, la seguridad de habitar en un mundo ridículamente cruel mientras que el amor, ese mismo que nunca se llega a alcanzar, se torna en algo que dota de coherencia a las pocas aristas cuerdas que quedan. El éxito de la película fue inmediato, reconociendo el estilo absolutamente independiente de Lynch, que era capaz de armar una trama de asesinatos a partir del hallazgo de una oreja en un jardín.

Con la serie de Twin Peaks, se ganó el favor de la audiencia mayoritaria, algo que, en realidad, Lynch tampoco deseaba demasiado. No dudó en batir records de audiencia con la serie al mismo tiempo que torpedeaba las expectativas sobre ella. Es cierto que obtuvo un espaldarazo importante con la Palma de Oro del Festival de Cannes con esa historia de amor desaforado, heredera directa de El demonio de las armas, de Joseph Lewis, con Corazón salvaje, con Nicolas Cage y Laura Dern cargando las escenas subidas de tono y cantando melosamente desde el capó de un coche mientras la policía de medio país les pisa los talones. Ya se sabe. Es mejor vivir deprisa que morir despacio… ¿o es al revés?

Una de las películas en las que se aprecia más claramente su obsesión con la cinta de Moebius es Carretera perdida, con Patricia Arquette y Bill Pullman tirando de las dos caras de una realidad que nunca se interrumpe, pero que sí ofrece lados totalmente distintos. Evidencia ese punto de conexión entre ambas superficies y la paradoja de la abuela resulta casi la moraleja de toda esta… ¿historia?...que destaca por su ambiente, por su puesta en escena que, resaltando la desnudez despojada de cualquier adorno, llega a causar cierta inquietud en el espectador.

Una de las señas de identidad de la obra de Lynch fue el empleo del sonido como un elemento potenciador del dramatismo de sus historias. Probablemente, eso fue lo que le atrajo de una película excepcional como Una historia verdadera, la odisea de un hombre que hizo un viaje de cientos y cientos de kilómetros sobre un cortacésped con tal de ver a su hermano una última vez. Sensible, espléndidamente fotografiada y con ese sonido que forma parte de la trama desde el principio, la película también ofrece una espléndida interpretación de Richard Farnsworth y una encantadora Sissy Spacek queda en un segundo plano esperando el regreso del protagonista. Una extraordinaria película.

A partir del episodio piloto de una serie rechazada que había realizado un par de años antes, Lynch articula otra vuelta de tuerca a la cinta de Moebius con Mulholland Drive, otra película que se sumerge en las entrañas más oscuras del cine negro para ofrecer, así, de repente, otra realidad azabache que podría ser la imperante. Hay verdaderas legiones de admiradores de esta película que ofrecen múltiples explicaciones. De hecho, el propio Lynch jamás ha querido desvelar su vocación jeroglífica, llevado, con toda probabilidad, por la seguridad de que el acabado formal es muy notable, causando esa fascinación inexplicable a la que muchos se agarran.

A pesar de conseguir una nominación al Oscar con este último título, Lynch no dirige ninguna película más salvo Inland Empire, donde lleva el principio de la cinta de Moebius hasta sus últimas consecuencias. Tanto es así que ni siquiera los propios productores supieron cómo promocionar la cinta porque preguntaron al propio Lynch qué era lo que significaba todo aquello, de una duración muy extensa y muy difícil de desentrañar, y él sólo contestó: “Sólo es una historia de una mujer en apuros”. Razón no le faltaba.

Artista multidisciplinar, consideró que el cine sólo era una de las facetas a explorar en su rico mundo de realidades dualizadas. Entre película y película, abundan los cortometrajes, los vídeos, los anuncios, los escritos, la reelaboración de algunos de sus trabajos…nunca dejó de ofrecer una visión angulada, extremadamente críptica de su percepción de la vida. Quizá, desgraciadamente, en este mundo de deconstrucción cultural, las futuras generaciones podrán distinguirle como el hombre que interpretó de forma extraordinaria a John Ford en la película de Steven Spielberg Los Fabelman. Y lo hizo tan bien porque, buscando la otra cara de su cinta de Moebius, puede que se pareciera más a él en carácter y en forma de expresión directa de lo que algunos quieren llegar a creer. Lynch no era Lynch…y, a la vez, era todo Lynch.  

 

miércoles, 5 de febrero de 2025

SEPTIEMBRE 5 (2024), de Tim Fehlbaum

 

El 5 de septiembre de 1972, unos individuos penetraron en la villa olímpica de Munich y secuestraron a once atletas israelíes para exigir la liberación de doscientos presos palestinos de las cárceles del estado de Israel. El papel de la prensa en aquellas veinte horas de terror fue fundamental para mantener al mundo informado en directo. El equipo de la ABC estadounidense fue el encargado de transmitir las imágenes ya que su estudio de realización se hallaba tan sólo a quinientos metros del lugar de los hechos. Desde allí, se enviaron por vía satélite todas las evoluciones de aquella tragedia que marcó el devenir de los Juegos Olímpicos, pensados para ofrecer por parte de Alemania, una alianza de paz con el resto de naciones y un compromiso de tranquilidad y de deseos de integrarse dentro del orden internacional.

De ese modo, nos adentramos en las entrañas de la generación de información, marcada por la premura y la exclusividad en una situación en la que cualquier noticia se convertía en vieja e inservible en apenas unos minutos. Ello dio lugar a todo un repertorio de profesionalidad, de errores, de improvisaciones exitosas, de reparos éticos y de demostración de un periodismo que ya ha quedado obsoleto en una época en la que estamos informados al minuto y en la que la verdad es un valor a la baja.

Con estos mimbres, el director y guionista Tim Fehlbaum ha articulado una excelente película, en la que se puede cortar la lentitud de unas horas frenéticas en busca de la mejor imagen, del mejor plano, de la mejor cobertura. El mundo se estremecía ante la suerte de aquellos atletas que sólo habían ido a competir en condiciones de igualdad con otros muchos. Las decisiones tenían que ser tomadas en cuestión de unos pocos segundos, sin apenas deliberaciones, sin límite de horas y de entrega, con una serie de profesionales dando lo mejor de sí mismos a la vez que asistían, sobrecogidos, a la certeza de que la paz era un sueño imposible. Para ello, Fehlbaum se apoya en un ritmo muy alto gracias a un montaje espectacular, debido a Hansjörg Weischbrich, y en dos interpretaciones de altísimo nivel. Una es la de John Magaro, en la piel del realizador Geoffrey Mason, coordinador de toda retransmisión en directo, que llevaba la dirección del estudio a pesar de su relativa inexperiencia. La otra, también impresionante, la de Leonie Benesch, a la que ya habíamos visto en la excelente Sala de profesores, que aquí encarna a Marianne Gebhardt, el enlace alemán de todo el equipo de la ABC y que resultó ser una figura clave para las traducciones y para el seguimiento del terrible desenlace de aquel aciago día.

El resultado es una película vibrante, fotografiada en grano grueso para devolvernos al ambiente de los años setenta más allá de los aspectos y de la primitiva tecnología de principios de la década, con momentos realmente tensos en los que casi se puede oler el sudor, el tabaco y la desesperación contenida de todos aquellos profesionales del periodismo que hicieron un extraordinario trabajo a pesar de que su especialidad era el deporte y, en apenas unos minutos, se reconvirtieron en cazadores de la noticia política y de investigación, esclavos de la rigurosidad a pesar de sus equivocaciones y sus inseguridades. Dentro de aquel estudio de realización hubo angustia, frustración, perseverancia y buenas dosis de imaginación para saltar todo el dispositivo policial que fue más aparente que efectivo. Todo para constatar que Alemania no supo lidiar con el problema y que es muy fácil escoger como blanco a los más débiles. Unas lecciones que nadie debería olvidar en estos tiempos que corren. Por eso, corran, no miren atrás, vayan al cine. Vean esta película. Es de lo mejor del año. 

martes, 4 de febrero de 2025

EL HERMANO MÁS LISTO DE SHERLOCK HOLMES (1975), de Gene Wilder

 

Es evidente que esta película, nacida del ingenio e imaginación de Gene Wilder, pretendía apuntarse a la ola disparatada de comedia que Mel Brooks había desatado unos pocos años antes con El jovencito Frankenstein. No es tan divertida porque, quizá, el humor no es tan fino, aunque, sin duda, contiene algunos momentos realmente brillantes. Especialmente en lo que se refiere a la cuidada puesta en escena del Londres victoriano. Es una de esas películas con una textura fotográfica excepcional mientras se van sucediendo los chistes, algunos, incluso, buenos, pero no mantiene el nivel en ningún momento. En su inicio, parece prometer y la excusa es muy original como es el hecho aparente de que Sherlock Holmes renuncia a investigar un caso y se lo pasa a su hermano pequeño, Sigerson Holmes que, inevitablemente, tendrá que enfrentarse al temido profesor Moriarty. Por el camino, se encontrará con personajes de todo pelaje y condición, con mención especial al italiano que interpreta Dom de Louise (un actor que decían que era absolutamente imposible rodar con él porque nadie paraba de reír) y que sostiene el momento más hilarante de la película en su encuentro con el malvado profesor interpretado por un actor más que competente como Leo McKern.

Sin embargo, probablemente presionado por las prisas, Wilder articula un guión que deriva demasiado hacia la astracanada. Las gracias se suceden a gritos, hay cosas verdaderamente algo estúpidas, el misterio policíaco se reduce, prácticamente, a entrever la sinceridad en la persona clave que no es más que una mentirosa compulsiva que dice “no” a una taza de té cuando quiere decir “sí”. Incluso Wilder no tiene reparos en introducir un número musical sólo para gansos aunque, en realidad, sean canguros. Mientras tanto, eso sí, se disfruta del Londres tenebroso por la noche, y muy cuidado por el día, con sus casas, sus vestuarios, sus coches de caballos. Podríamos decir que estéticamente está muy cerca de otra película rodada en aquella época y que no es otra que El gran asalto al tren, de Michael Crichton, con Sean Connery, Donald Sutherland y Lesley Ann Down en los papeles principales.

Y es que resulta difícil mantenerse en la brillantez cuando es necesario excitar sexualmente a una chica para que confiese información fundamental. Y, sin duda, imitar el tic nervioso del mal hace que estemos pasando un rato estupendo. Al final, sin timidez alguna, se pone en marcha una ópera bufa bajo los compases harto conocidos de Un baile de máscaras, de Giuseppe Verdi, mientras los cristaleros quedan atrapados en su espionaje y el portero, que no es la señora Hudson, tiene la mala costumbre de andar de puntillas por los pasillos confundiendo, naturalmente, al propio Sigerson Holmes, hombre dotado de una capacidad de deducción tan estratosférica que, con frecuencia, se pasa de frenada. Ni que decir tiene que Sherlock estará en la sombra, observando los movimientos grotescos de su hermano que, por supuesto, también tiene su particular Watson en el único individuo del mundo que tiene “oído fotográfico” y que tiene que darse un golpe en la cabeza para comenzar a buscar en sus archivos lo que ha escuchado. No obstante, parece que Sigerson, efectivamente, es el hermano más listo de Sherlock Holmes. Ni rastro de Mycroft.

EL ESCÁNDALO ROSEMARIE (1958), de Rolf Thiele

 

Una chica cualquiera, que se dedica a saltar de cama en cama en la aparente bonanza de los nuevos tiempos industriales de la nueva Alemania, decide sacar algo de provecho de la situación. El país de Konrad Adenauer crece como potencia económica y, por supuesto, donde hay dinero, hay corrupción. Rosemarie no duda en ser parte de ella y, ya que tiene que ir de cama en cama, también es hábil para sacar un secreto de aquí y otro de allí para venderlo por un precio conveniente. El espionaje industrial pasado por secretos de alcoba está a la orden del día y Rosemarie va a intentar vencer al sistema. Algo que, por supuesto, es bastante improbable. Nadie va a dejar que ese horizonte de nuevos ricos y de viejos ricos con nuevos nombres se acerque hasta ser una realidad cotidiana. Esa misma que Rosemarie trata de romper con sus habilidades entre las sábanas.

La sombra de Bertolt Brecht parece alzarse en este drama que tiene apariencia policial, pero, en realidad, es una tragedia sobre una chica que quiso volar alto y fue despedazada. Dos cantantes, de vez en cuando, ponen en situación al espectador, rompiendo la cuarta pared y haciendo que parezca una historia ligera cuando no lo es en absoluto. Aquí nada es como se presente. El pretendido desarrollismo teutón de finales de los cincuenta está manchado con sangre, sudor y corrupción a raudales. La chica, de apariencia inocente, trata de enfrentarse con auténticos gigantes para destruir un sistema que es de todo menos amable. Los aparentes salvadores de la patria que ponen dinero para dar empleo y prosperidad son monstruos de amasar dinero con sexo como sal. Y, en algún momento, con tanto ir y venir, puede que algún espectador se sienta confuso, perdido, porque no se sabe el tono y, por tanto, mal se puede acompañar.

En cualquier caso, la película es una rareza dentro de ese cine alemán de posguerra que se encuentra ya a las puertas del famoso manifiesto de Oberhausen que dio lugar al nacimiento del nuevo cine alemán. En esa impecable corrección escénica subyace un forcejeo continuo para tratar de decir algo que queda ahogado por una invisible mordaza de corrección política y económica. A destacar el trabajo de Peter Van Eyck en una creación realmente meritoria y la dirección versátil de Rolf Thiele, un hombre de filmografía corta, que debió de levantar más de una o dos heridas en el estreno de esta película.

Así que tengan mucho cuidado con todos aquellos que se presentan como salvadores de la patria, sean del signo que sean. Seguro que, tras ellos, tienen una historia de engaños, de insidia, de avaricia y de muerte. Harán lo que sea necesario para conservar lo que creen que es suyo, incluso aunque no lo sea. Creen que los demás estamos para ser engañados. Repito…sean del signo que sean. A menudo, creemos que los que están al servicio de los peores instintos son menos listos que nosotros y no suele ser así. Están por encima y se lo creen. Por eso, se sorprenden tanto cuando alguien que no es nadie, les pone en jaque y amenaza con hacer tambalear los cimientos que sujetan todos y cada uno de sus ceros.