Es evidente que esta
película, nacida del ingenio e imaginación de Gene Wilder, pretendía apuntarse
a la ola disparatada de comedia que Mel Brooks había desatado unos pocos años
antes con El jovencito Frankenstein.
No es tan divertida porque, quizá, el humor no es tan fino, aunque, sin duda,
contiene algunos momentos realmente brillantes. Especialmente en lo que se
refiere a la cuidada puesta en escena del Londres victoriano. Es una de esas
películas con una textura fotográfica excepcional mientras se van sucediendo
los chistes, algunos, incluso, buenos, pero no mantiene el nivel en ningún
momento. En su inicio, parece prometer y la excusa es muy original como es el
hecho aparente de que Sherlock Holmes renuncia a investigar un caso y se lo
pasa a su hermano pequeño, Sigerson Holmes que, inevitablemente, tendrá que
enfrentarse al temido profesor Moriarty. Por el camino, se encontrará con
personajes de todo pelaje y condición, con mención especial al italiano que
interpreta Dom de Louise (un actor que decían que era absolutamente imposible
rodar con él porque nadie paraba de reír) y que sostiene el momento más
hilarante de la película en su encuentro con el malvado profesor interpretado
por un actor más que competente como Leo McKern.
Sin embargo,
probablemente presionado por las prisas, Wilder articula un guión que deriva
demasiado hacia la astracanada. Las gracias se suceden a gritos, hay cosas
verdaderamente algo estúpidas, el misterio policíaco se reduce, prácticamente,
a entrever la sinceridad en la persona clave que no es más que una mentirosa
compulsiva que dice “no” a una taza de té cuando quiere decir “sí”. Incluso
Wilder no tiene reparos en introducir un número musical sólo para gansos
aunque, en realidad, sean canguros. Mientras tanto, eso sí, se disfruta del
Londres tenebroso por la noche, y muy cuidado por el día, con sus casas, sus
vestuarios, sus coches de caballos. Podríamos decir que estéticamente está muy
cerca de otra película rodada en aquella época y que no es otra que El gran asalto al tren, de Michael
Crichton, con Sean Connery, Donald Sutherland y Lesley Ann Down en los papeles
principales.
Y es que resulta difícil mantenerse en la brillantez cuando es necesario excitar sexualmente a una chica para que confiese información fundamental. Y, sin duda, imitar el tic nervioso del mal hace que estemos pasando un rato estupendo. Al final, sin timidez alguna, se pone en marcha una ópera bufa bajo los compases harto conocidos de Un baile de máscaras, de Giuseppe Verdi, mientras los cristaleros quedan atrapados en su espionaje y el portero, que no es la señora Hudson, tiene la mala costumbre de andar de puntillas por los pasillos confundiendo, naturalmente, al propio Sigerson Holmes, hombre dotado de una capacidad de deducción tan estratosférica que, con frecuencia, se pasa de frenada. Ni que decir tiene que Sherlock estará en la sombra, observando los movimientos grotescos de su hermano que, por supuesto, también tiene su particular Watson en el único individuo del mundo que tiene “oído fotográfico” y que tiene que darse un golpe en la cabeza para comenzar a buscar en sus archivos lo que ha escuchado. No obstante, parece que Sigerson, efectivamente, es el hermano más listo de Sherlock Holmes. Ni rastro de Mycroft.