Unos cuantos soldados
dedicados a desactivar bombas en Berlín después de la guerra. Un trabajo para
locos. Bah, tantos años tratando de derrotar a los alemanes y ahora, aquí, en
un momento, en apenas diez segundos, puedes irte al infierno con un billete de
ida sin vuelta. Para hacer este trabajo bien hay que haber desactivado muchas
bombas antes. Quizá por eso los mandos se han encargado de que no todos ellos
sean trigo limpio. Karl es un individuo que ha tenido problemas de disciplina y
se ha convertido, de alguna manera en un renegado. Estima a sus hombres y no
quiere que les pase nada, pero Karl tiene problemas que le mueven hacia el mal.
Como si enfrente de él se hubiera abierto una chimenea en cuyo fondo se mueven
las más hambrientas fauces de una serpiente. Eric es otro de sus hombres. Lleva
consigo unos cuantos problemas psicológicos, agravados por la sensación de que
cualquier fallo en la desactivación de una bomba puede llevarse a unos cuantos
por delante. Por eso, tal vez, prefiere hacerlo él mismo, y la adrenalina, poco
a poco, le está matando. El trabajo de artificiero es muy extraño, porque no
acaba una vez que te den el visto bueno y estés listo para irte a tomar una
cerveza. Hay que analizar los componentes, y darse cuenta de la malvada burla
del destino que supone encerrarte en la desactivación de bombas. En el momento
en el que se están cortando los cables de un artefacto, no estás controlando tu
destino.
El director Robert
Aldrich no quedó demasiado satisfecho del resultado de esta película, alegando
que en muchos momentos, no tenía mucho sentido, pero otorgó a la cinta una
vibrante sensibilidad y una tensa calma. Para ello, se rodea de actores
conocidos como Jack Palance, que ya había trabajado con él en dos películas
excepcionales como Ataque y El gran cuchillo y que fue su última
colaboración alegando el propio Aldrich que “no es bueno trabajar más de dos
veces con el mismo actor y más si es un tipo que no tiene la menor confianza en
ti.”. El otro elegido es Jeff Chandler, en un papel muy inusual para él,
rondando la villanía. Con la excusa de la desactivación de bombas, Aldrich
propone también un paralelismo entre la acción y lo que está ocurriendo en el
interior de sus personajes. La violencia, en esta ocasión, no sólo es física,
sino que también es moral.
También resulta
sorprendente que Aldrich se confiara a la producción de la Hammer Films,
compañía de producción inglesa más especializada en cine de terror que en
dramas de suspense asegurado. Lo cierto es que Aldrich, a pesar de que no tenía
un carácter fácil, intentó hacer una buena película y no pasa de ahí, sin duda,
pero ya es bastante teniendo en cuenta de que tiene una narración en la que hay
que mirar muy en el fondo del barranco interior de cada uno de esos actores tan
maravillosos.
Puede que A diez minutos del infierno sea levemente confusa. A ello contribuye el hecho de que los productores insistiesen en cortar casi cuarenta minutos de película. Son cosas de Hollywood…y ahora, perdónenme, tengo que pensar si es más correcto cortar el cable rojo o el cable verde.
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