Con este artículo, quiero desear a todos una feliz salida y entrada de año y que todos los deseos se cumplan para 2026. Y, entre medias, que haya muchas películas para darnos algo de felicidad y, también, una manera de pensarnos bien todo lo que nos atañe. Feliz todo.
Parece
como si al director Jim Jarmusch le hubieran entrado ganas de reeditar el éxito
que tuvo en su película de episodios Noche
en la Tierra y hubiese querido hacer algo parecido con tres historias
paterno-filiales situadas en distintos lugares del mundo. Sin embargo, la
comparación casi ofende. Mientras en aquella asistíamos a un fresco nocturno
sobre las relaciones humanas a bordo de cinco taxis alrededor del globo, aquí
Jarmusch quiere describirnos a tres modelos distintos de padres que, en el
fondo, no son más que unos desconocidos para sus hijos. Ejemplo negativo,
ejemplo positivo y ejemplo ausente. Allí, nos dejaba boquiabiertos porque derrochaba
sentido del humor y sorpresa. Aquí, sin ser un resultado malo, nos abandona en
brazos de un leve bostezo intentando guardar esos retratos ínfimos y secretos
que acaba por ser un tratado, más o menos aceptable, sobre el comportamiento
paterno.
La primera historia nos
lleva a Jersey. Allí vive un hombre bastante aislado y sus hijos van,
simplemente, a ver cómo se encuentra. Ya se sabe, le llevan un cajón de comida
y tienen muy poca conversación para compartir con él. No obstante, el padre es
muy particular. Es viudo, está solo y sólo para hacer sentir bien a sus hijos,
muestra un desorden calculado y deliberado. Así los vástagos seguirán siendo
arrogantes dentro de un éxito que es menos que moderado y él, con el bolsillo
lleno de una ayuda que es posible que no merezca, se marcha a correrse una
juerga cuando ellos se van. Incluso hay un pequeño arrebato de violencia que
deja entrever la rabia por una existencia que se adivina bastante inútil.
La segunda historia
ocurre en Dublin. Una madre con sus dos hijas se reúnen una vez al año para
tomar el té. Lo que ocurre es que ella es una escritora de éxito y las hijas
coquetean peligrosamente con el fracaso. Quizá por eso ella se niega a hablar
de su aportación al mundo de la Literatura. Una de las hijas, interpretada por
Cate Blanchett con su solvencia habitual, es apocada, evidentemente soltera y
sin visos de relación alguna y, poco a poco, va sacando la cabeza dentro de su
vida ordenada y sin apariencias. La otra, también encarnada por otra actriz de
reconocida solvencia como Vicky Kreps, es un fracaso absoluto. Su vida es un
desastre, pero se niega a reconocerlo en público. Se esfuerza en parecer
triunfadora cuando es una perdedora de libro. Los silencios incómodos se
suceden. El té, ya se sabe, es casi un ritual y el encuentro es breve y, se
podría decir, que demoledor para la moral. La madre, una Charlotte Rampling
elegante y muy comedida, siempre con la palabra justa de progenitora, sabe
perfectamente cómo son las dos y, también, tiene plena conciencia de que ese
encuentro, como muchos otros, es un repertorio de mentiras adornado con pastas
para merendar.
La tercera nos hace
recorrer algunas calles de París. En esta ocasión, los padres ya no están. Han
fallecido los dos en un accidente de avioneta y los hijos van a cumplir con el
ritual de pasar una tarde en el piso que ambos compartían. Fotos, bromas muy
leves, un café por el camino haciéndose preguntas comunes con otra historia y
la certeza, casi sentenciosa, de que hay que echar la persiana y seguir con la
vida y que, de alguna manera, el hermano cuidará de ella y ella del hermano.
Para darle algo de aire fabulado a todo, Jarmusch no duda en mostrar en las tres historias a unos skaters que, de un modo algo jovial, llevan a los protagonistas sobre ruedas a su encuentro con sus padres. Es como si quisiera decir que el destino, aunque no se quiera, lleva inevitablemente a los lugares de donde proceden porque ellos son lo que fueron y, si no lo son, es por pura obligación. El resultado final es una película que carece de algo de mordiente, pero que sí siembra una interesante semilla sobre nuestra mirada a los que nos precedieron. Y, tal vez, siempre tendremos la sensación de que perdemos con la comparación porque ellos fueron y son mejores.

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