Si no oyes, no puedes
advertir el sigilo del peligro. Si no oyes, tampoco puedes saber que han
disparado. Si no oyes, no podrás comunicarte con nadie para pedir socorro. Esos
son los problemas a los que se enfrenta Frank Shaw, un policía competente que
ha tenido mala suerte y, debido una persecución infortunada, está perdiendo la
audición a pasos agigantados. En el departamento le han puesto como traductor
de sordomudos y Frank ya no es tan feliz. No puede ir detrás de los delincuentes,
sólo puede traducir lo que otros dicen y, sobre todo y ante todo, no puede
escuchar a su hija tocando la guitarra. De repente, un encargo aparentemente
sin importancia. Debe ir a recoger a una testigo, también sorda, que vive en un
edificio que están desalojando para hacer una reforma integral. Todo parece ir
en orden, pero, entre los plásticos, las pinturas y los escombros, nada va a ir
bien. Sus audífonos, cada vez de menos ayuda, se quedan sin batería. Hay
ciertos individuos que no tienen ningún interés en que la chica testifique y el
edificio, ése que tiene plásticos en las paredes, muros derruidos y ventanas
diáfanas, se convierte en una trampa mortal para dos personas que no pueden
oír.
Eso sí, Frank tiene
muchos recursos y está decidido a proteger a la testigo. Hará todo lo que haga
falta para mantenerla viva. Ella tuvo problemas con la droga aunque ya lo ha
dejado y esos tipos pretenden matarla con una sobredosis para que no levante
sospechas su muerte. Los pasillos parecen interminables. Las ventanas son
puertas de salvación. Las armas las tienen ellos porque Frank ha perdido la
suya y, cuando recupera otra, las balas se agotan con demasiada facilidad.
Arriba, abajo, el ascensor, más arriba, ellos creen que para abajo. Silencio.
Hay que intuir ya que no se puede oír. Diablos, no sabemos la suerte que
tenemos de poder oír. Sin oídos, no se puede escuchar el amartillado del
gatillo.
Curiosa película, de
cierto ritmo, que está dirigida por un hábil Brad Anderson, del que valoramos
con cierto agrado aquella Transsiberian
con Eduardo Noriega. La premisa de un policía sordo que se debe enfrentar a una
banda de criminales al tiempo que tiene la obligación de proteger a una testigo
clave contra ellos, es original, está bien llevada y, aunque casi toda la película
se centra en las idas y venidas dentro del edificio en plena reforma, mantiene
muy bien la tensión, porque el peligro no está en lo que se ve, sino en lo que
se oye y los protagonistas no pueden. Joel Kinnaman, que se está especializando
en papeles de sordo después de aquella extraña Noche de paz, el intento silente de John Woo, resulta muy creíble
como ese policía disminuido en sus facultades y que acude a toda su experiencia
para salvar la situación. Como secundario y como siempre, Mark Strong otorga
solidez a la trama y se pasa un rato realmente angustiante deseando que los
sordos se salven y los audífonos funcionen.
Nadie es menos capaz porque haya una pieza en el cuerpo humano que no funcione. Somos lo que somos y la experiencia es todo un libro de instrucciones para la supervivencia. No deberíamos olvidar eso nunca a la hora de juzgar a alguien que no puede oír, o no puede ver, o con cualquier otro sentido apagado. Quizá son aún mejores que nosotros.

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