martes, 14 de octubre de 2008

SIETE MUJERES (1966), de John Ford


En una tierra de barbarie, un oasis de desesperanza donde el agua se vuelve lágrima en los ojos de un puñado de mujeres que no tienen más defensa que la de su propia resistencia. Una de ellas, enemiga del beaterio, con los pies bien agarrados al suelo, lucha con la fortaleza propia de una mujer, intentando salvar las vidas de quien dependen de ella. No hay lugar para asirse al socorrido puritanismo del fracaso, ése que convierte en pasividad la ética por el miedo, por el atroz presentimiento del daño, por la inútil solución mística frente al mucho más incómodo problema práctico. Cuando llega la hora del sacrificio, esa mujer, esa heroína, agua de conducta en mitad del incendio que todo lo arrasa, será el cordero propiciatorio, la mujer dispuesta a dar su vida por la de los demás. Por algo, un día hizo un juramento hipocrático que la acreditaba como médico, porque su misión es salvar vidas y, con su decisión, salva también al coraje, a la valentía, a la bravura, a la decisión y a la honestidad que queda manchada con la huella de la lujuria de guerreros sin cerebro pero que, aún así, en los sitios de su moralidad permanece intacta.
En cierto modo, las mujeres siempre presienten cuándo llegan al final del camino. Es un sentido que nace en ellas, al igual que su mirada acuosa ante las arremetidas de la sinrazón, al igual que su orgullo incapaz de morir cuando dos hombres se baten hasta la muerte con tal de disfrutar del cuerpo que les hace inferiores, sedientos de asco y fuerza y no…el poder no lo tienen ellos, planos de emoción, vacíos de conquista, carentes de sentido y de sentimiento. Lo tienen ellas, tan fuertes como para crear vida, mantenerla y entregarla. Siete mujeres que, aún con sus debilidades y sus defectos, son baluartes en la conservación de la dignidad y de la proeza.
“Siete mujeres” fue la última película que dirigió John Ford y, posiblemente, sea la historia que más a favor ha hablado de las mujeres en toda la historia del cine. Ford no se molesta en trazar los personajes masculinos más allá de su cerebro situado por debajo de la cintura (exceptuando al pusilánime Eddie Albert) sino que, con su maestría de tuerto que mira con su ojo por el objetivo de la cámara, hace que la imagen recoja todo lo que él es capaz de ver y dibuja siete retratos femeninos con la penumbra invadida por toda la luz que ellas mismas irradian, sean de la condición que sean y, en especial, esa fantástica actriz que era Anne Bancroft (que sustituyó en pleno rodaje a Patricia Neal, víctima de un derrame cerebral gravísimo) que se convierte en el centro, el nudo, la solución y el desenlace prohibido. Al fin y al cabo, no es tan terrible despedirse de la bestia a través de un brindis de muerte. Más tarde, sólo se verá el fuego que arde dentro de cada mujer…ese fuego que nunca deja de estar vivo…

No hay comentarios: