viernes, 31 de octubre de 2008

LOS SOBORNADOS (1953), de Fritz Lang


Cuando te arrebatan lo que más quieres es cuando te das cuenta de que tu interior, quebradizo como el cristal, no es más que una quimera que tú mismo has llegado a imaginar. Emprendes el camino de la venganza, ese plato que siempre se come frío, y sólo hay un pequeño hilo, de cinco añitos, que te sigue uniendo a una vida que desprecias. De pronto, como si saliera de la nada, una mujer que siempre ha tenido mucho que perder y creyó que mucho que ganar te hace sentir que el visón sigue perteneciendo a una piel herida, que la venda no es capaz de destrozar la hermosura, que seguir un camino es comenzar una rebelión contra un destino que se empeña, terco e ingrato, en someterte, en aniquilar tus sueños, en arrasar lo que sientes.
Fritz Lang sabía mucho de todo esto. Su cine está lleno de todo lo descrito y no duda en bajar a los instintos más sucios para mostrar la violencia de un mundo poblado de serpientes. En la negrura del género de Los sobornados, hay un rechazo frontal a la corrupción, hay un acogimiento comprensible hacia quien se arrepiente, hay un asco visceral hacia los que manejan los destinos ajenos con la cruel sonrisa de unas bestias sedientas de poder. Admirable Glenn Ford en el que, quizás, sea el mejor papel de su carrera, en un continuo vagar sinuoso en busca de quien hizo volar todo aquello que convirtió a la rutina en una continua declaración de amor. Maravillosa Gloria Grahame que, bella y metafórica, nos muestra el lado más desfigurado de un mundo relleno de dinero, de tiendas caras, de caprichos innecesarios y de brutalidad desmedida. Extraordinario Lee Marvin que ya daba muestras de ser un malvado de categoría prescindiendo de unos escrúpulos que quedan reflejados en unas miradas que, de puro hielo, llegan a quemar. Estupenda esa actriz secundaria, viuda del policía que se suicida, Jeanette Notan, que siempre supo estar en el segundo plano de la obra maestra de otros directores de leyenda como John Ford u Orson Welles. Espléndida esa fotografía del mítico Charles Lang (nada que ver con el director) que esculpe el instante en la oscuridad de una trama tan negra como los corazones que la habitan. Fantástico el guión de Sidney Boehm que contiene diálogos que dejan notar el arma en la sobaquera, la mirada en el blanco y la suavidad que se emana de todo aquello que se desea. Y, por supuesto, magistral la dirección de Fritz Lang, maestro indiscutible en la que es, tal vez, su mejor película en los Estados Unidos, una pieza de arte bañada en el oro de unos buenos tragos, forrada por el acero de unas balas con nombre grabado, ensamblada por el genio de quien sabe mirar por el desagüe más corrompido de una forma de vida que dejamos que nos domine y que sólo nos convierte en animales feroces que sólo desean luchar por una supremacía que hunde sus cimientos en la pornografía del poder.
Es el momento de cargar el tambor del revólver, de tener la certeza de que el suave tacto del visón sólo puede ser propiedad de un rostro de porcelana mancillado por el abuso, de dejar de ser juguetes en manos de desalmados para volver el rostro y decir que no. El gran calor puede agobiarnos pero nunca puede asesinar el alma de lo que tantas veces hemos deseado y que puede que sea, simplemente, la perfecta normalidad. Una obra maestra esta noche. Una cita con el destino después del último disparo…


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