miércoles, 11 de febrero de 2009

EL DIABLO DIJO NO (1943), de Ernst Lubitsch


Puede ser que el diablo, sí, ése que conocemos de toda la vida, ése que creemos que camina sobre brasas ardientes azuzando su viveza para tormento de las almas, sea un simple oficinista. Quizá espere en una mesa, cual burócrata de las tinieblas, a que entren los muertos para decidir si, en base a sus obras en vida, les proporciona un cómodo apartamento en el infierno. Esperará detrás de una mesa, con su tintero, su aire cansino de funcionario hastiado y estará allí, deliberando consigo mismo sobre el destino de todos aquellos que han pedido ir al submundo en lugar de tomar el camino sin fin de unos escalones que les lleven directamente al último piso. Incluso quizá un día puede que entrara Ernst Lubitsch y, mientras escuchase sus maldades, encendiera un enorme cigarro puro con el que exhalar imposibles volutas del humo que domina.
La comedia más inteligente estaba en manos de ese alemán que sabía que el diablo podía decir que no a la entrada de almas en los terrenos del averno. Y era plenamente consciente de que, casi a mediados de siglo, valores como el honor, el amor, la fidelidad y la obediencia podían llegar a ser tan anticuados y despreciados que, en determinado momento de nuestras tristes vidas, realicen un viaje a la inversa para acabar como credenciales irrefutables para la condenación eterna. Así era Lubitsch. Cogía a dos intérpretes de encanto impresionante y solidez contrastada como Don Ameche y Gene Tierney, los rodeaba de unas cuantas llamas secundarias que para sí quisiera el mejor de los directores de la historia y el resultado es una película que deja nuestra mente en la delicia, nuestro corazón hechizado por el mismo diablo, nuestro ánimo embargado por todo lo que de bueno pueda tener el alma que nos habita, nuestras ganas de cine repletas de un mágico toque que aún nadie ha sabido expresar con sencillez en qué consistía y que se dio en llamar “toque Lubitsch”.
Tal vez los ingredientes de su maestría consistieran tan sólo en su marca de la casa sazonada con un elegante sentido del humor, en su inteligencia indiscutible a la hora de tratar las historias, su casi imperceptible toque nostálgico hacia otras épocas que pudieron tener encanto, su humanidad dentro de un ambiente que suele ser bastante despreciable y su forma tan clásica de dejarnos con una sonrisa que abrimos dentro de nosotros como dejando entrar lo que él explicaría con una puerta cerrada.
Lubitsch murió de un infarto cinco años después de esta película, mientras rodaba La dama de armiño. Dicen que en su muerte no pudo evitar un último “toque Lubitsch”: al lado de él encontraron un puro con la llama encendida…Para mí que nos avisó de que pensaba bajar las escaleras con su sonrisa pícara y preguntarle al diablo si se podía quedar por allí, más que nada porque seguro que en el infierno las piernas de las chicas son más aprovechables que en el último piso…


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