martes, 7 de septiembre de 2010
DAVID NIVEN: LA SONRISA DEL CABALLERO
El último gesto en la vida de David Niven, pocos segundos antes de morir, fue levantar los pulgares como queriendo decir que todo había merecido la pena. Fue bien conocido por su elegante y fino sentido del humor y los que gozaron de su amistad dicen que fue un hombre básicamente feliz y que había llegado mucho más allá de lo que nunca había soñado. Otra prueba de todo esto es su divertida autobiografía, Traigan los caballos vacíos, prodigio de ironía y de humor, cualidades con las que supo mirar su propia existencia.
El estilo interpretativo de David Niven era el de un caballero desprovisto de petulancia y armado con una, a menudo, mordaz inteligencia propia de un actor tremendamente intuitivo que deambuló de aquí para allá en sus comienzos y bajo las órdenes de grandes directores como eficaz secundario a la sombra de la estrella de turno con quien solía competir por la chica acabando con la derrota o con la solución mucho más sencilla de la muerte.
Así pues David Niven trabajó con Howard Hawks, William Wyler, Ernst Lubitsch, John Ford, Michael Curtiz o Henry Hathaway como el segundón durante un largo periplo de once años. Hasta que topó con el papel protagonista de la estupenda fábula de aviación y limbo A vida o muerte, de esos dos geniales directores que fueron Michael Powell y Emeric Pressburger, donde todo el mundo se dio cuenta de que aquel segundón sabía moverse como protagonista. Para entonces, el actor ya contaba con la edad de 37 años y, poco a poco, supo hacerse con un sitio en las cabeceras de los carteles. Ahí tenemos La mujer del obispo, de Henry Koster, donde compartió protagonismo con Cary Grant en una película parcialmente fallida y con un tremendo error de casting pues deberían haber intercambiado los papeles habiendo ganado el film en elegancia y, quizás, en rotundidad cómica pues se quedan a medio camino del melodrama mágico y la comedia celestial con un lastre demasiado importante.
Pero no llegó a despegar del todo hasta que a Michael Anderson se le ocurrió que el único Phineas Fogg posible era David Niven. Así, La vuelta al mundo en 80 días, si bien es cierto que un tanto mellada por muchos motivos, cuenta con una magistral encarnación del personaje principal por parte del actor que le dota de unos magníficos modales de caballero puntilloso, de una flemática rigidez, de una ternura muy británica. De hecho, junto con los créditos fantásticos de Saul Bass, se convierte en la mejor baza de una película excesivamente larga y demasiado cargada de firmamento estelar.
Después de competir con Stewart Granger por los favores de Ava Gardner en esa historia de modernos y envidiosos robinsones que es La cabaña, de Mark Robson, un film de prometedor punto de partida pero fallido y soso, Otto Preminger le ofrece el papel principal de Buenos días, tristeza, la adaptación de la polémica novela de Françoise Sagan (de hecho, Niven ya había trabajado con Preminger en la muy discutida La luna es azul, la primera película en la que se pronunciaba la palabra sexo con la connotación que usted está pensando en este momento) donde Niven coloca su listón dramático muy alto, despojándose de todo tipo de humor y con una interpretación absolutamente ejemplar. Este registro llegó a su punto máximo con la adaptación de la obra de Terence Rattigan Mesas separadas con un papel que le vino rebotado de Laurence Olivier y que nos muestra al caballero avejentado y torpemente ridículo, acusado de abusos deshonestos y que se ve aislado y rechazado por un entorno hipócrita en el que todos tienen algo que esconder. Su interpretación es tan medida, tan matizada y tan difícil al tratarse de un papel que camina al mismo filo de lo desagradable que gana el único Oscar de toda su carrera.
Su papel en Los cañones de Navarone, siendo claramente secundario, es de los mejor construidos y, sin ánimo de resultar original, una de las mejores cosas de 55 días en Pekín es su interpretación, contrapunto ideal al aventurero Charlton Heston, en la piel del Embajador británico en China que, aunque no le gusta, debe ponerse los ropajes de héroe para defender los intereses de su país y la vida de cientos de personas.
Sir Charles “El Fantasma” es su ladrón de guante blanco, pleno de elegancia, de mirada irónica y atónita ante las evoluciones del patán Inspector Clouseau en La pantera rosa, de Blake Edwards, una de las mejores comedias alocadas que se rodaron en los años sesenta, género en el que David Niven se hizo todo un clásico. Ahí están Dos seductores, de Ralph Levy, un acusado contraste entre Niven y un poco atinado Marlon Brando; o la fallida Lady L, de Peter Ustinov; o la curiosa La caja de las sorpresas, de Bryan Forbes. Además de todo ello, la gente suele olvidar que él encarnó al mismísimo James Bond en esa tontería (Orson Welles decía que jamás comprendió cómo esta película pudo tener éxito) que es Casino Royale, ridiculización del mito del más famoso agente secreto convertida en una estomagante astracanada sin gracia ni sentido.
Prudencia…Prudencia, rodada con su gran amiga Deborah Kerr pasó por ser un oportunista intento de explotar la fiebre sexual de finales de los sesenta a través de la temática de los anticonceptivos, tratados en clave cómica y que resultó ser un fracaso y una película floja y olvidable, en parte por culpa de la muy mediocre dirección de Fielder Cook.
En los años setenta, David Niven no se complicó en demasía con papeles un tanto anodinos y claramente alimenticios, como la sátira del cine de terror Vampiro, de Clive Donner; o su encarnación paródica del detective Nick Charles, el hombre delgado de Dashiell Hammett, en la frustrada pero sorprendentemente reivindicada Un cadáver a los postres, de Robert Moore; o su papel de mero comparsa en la intrigante Muerte en el Nilo, de John Guillermin, intento de reeditar el éxito de Asesinato en el Orient Express, de Sidney Lumet y que se quedó en una torpe imitación del original; o la película de espías de la Segunda Guerra Mundial a mayor gloria del, por entonces, muy de moda Michael York, Un hombre llamado Intrépido; o la patética misión llevada a cabo por unos ancianos decrépitos en Lobos marinos, de Andrew McLaglen. Quizá lo único con un mínimo de calidad que rodó en sus últimos años fue Golpe audaz, de Don Siegel, y es tan floja que apenas se reconoce el estilo de su director aunque es inconfundible la madura elegancia de David Niven.
Dicen que sus carcajadas en el entierro de Peter Sellers fueron épicas mientras cargaba con el ataúd del cómico al comprobar que había dejado dispuestos los nombres y los lugares de las personas que lo tenían que llevar, resultando que los de un lado eran muy altos (él entre ellos) y los del otro eran muy bajos. Muchos proclaman su imitación del estilo de Cary Grant mientras yo le veo mucho más cercano a William Powell. De cualquier modo, siempre animó los rodajes en los que estuvo (aunque de su amplia carrera, casi cien películas, apenas se pueden destacar un puñado de títulos) y la profesión guardó un gran recuerdo de él. Y para mí siempre quedará su sardónica risa mientras presentaba una ceremonia de entrega de los Oscars con su habitual elegancia mientras un streaker cruzaba el escenario con sus partes pudendas al aire. Era la marca de fábrica de quien se sabía todo un caballero.
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