Aunque ya existiera una versión, excelente por cierto, de los años cuarenta protagonizada por el gran Robert Donat, David Mamet se atrevió con el texto de Terence Rattigan para matar el triunfo de la inocencia, el premio a la perseverancia, el ansia por cambiar las cosas establecidas a través de un rígido código de justicia y moralidad que se agarra con uñas y dientes a la ridícula y esperpéntica tradición británica. El hecho fundamental en el que se apoya la trama no es el castigo en sí (una simple expulsión de un colegio militar), sino al mantenimiento firme y constante de la expresión de la inocencia y de una justicia que, muchas veces, se hace esperar demasiado.
Mamet acentúa la puesta en escena con la afilada pluma de unos diálogos brillantes, que no tienen desperdicio y que, en ocasiones, más parece que se acercan al espíritu de Oscar Wilde que al de Rattigan y en ningún momento se somete a la rígida puesta en escena teatral, aunque bien es cierto que se desarrolla completamente en interiores. Para ello, eso sí, consigue que la cámara aporte con ojo certero a los rostros de unos actores que, en esta ocasión, están perfectos sin perder la falsa y exquisitamente incómoda apostura inglesa. Nigel Hawthorne, padre del joven Winslow, refleja con matices inesperados el desgaste moral y físico de un hombre que lucha por no ensuciar su apellido con una falsa acusación. Rebecca Pidgeon, esposa de Mamet, compone con belleza un personaje que es punta de lanza del feminismo emancipador y que está a punto de sucumbir ante las presiones de las reglas sociales contra las que lucha. Pero el gran dominador de la función es, en un personaje secundario (modificado con respecto a la versión de Donat) pero absolutamente vital, un Jeremy Northam en el que es, tal vez, el mejor papel de su carrera, como el abogado que defiende por razones más profundas que el honor de un apellido la inocencia del chico Winslow.
Y nunca, nunca podré estar más de acuerdo con un final en el que, acabado el enredo principal, una mujer le dice a un hombre:
-. Supongo que ya no nos veremos más, Sir Robert.
Y Sir Robert Morton, colocándose la chistera y con un cierto aire de leve seguridad, contesta:
-. Evidentemente, usted no conoce a los hombres, señorita Winslow…
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