Mugriento polaco de piel de camiseta que miras atravesado desde el sudor. Ira enfundada en la intención que atrae y repugna a la vez. Deja de jugar con el deseo y sé ese hombre que nunca te has atrevido a ser. La violencia animal parece que lucha para salir por tus poros y todo en ti es músculo en tensión, caída en el abismo que se abre ante ti porque te empuja el instinto, pelea y reconciliación mientras ofreces tu espalda desnuda para sumergirte en lo único que realmente te gusta. Maldito polaco que arrastras hacia la locura a quien no tiene asideros, a quien sólo ha puesto un frágil cristal entre la ilusión y la realidad. Maldito, mil veces maldito…
Entre el humo apareces, Blanche, como si fueras un fantasma que regresa para una última oportunidad de encontrar la amabilidad de los extraños. Tu ropa no es de este tiempo, tus modales están enganchados a los jirones del sueño, tu sonrisa es tan quebradiza como la rama de un árbol pequeño que no deja de balancearse a un lado y a otro por obra del viento traidor. Tienes un pie en vilo para precipitarte por el barranco de una bruma de la que no podrás salir. Luchas con las armas de la imaginación, de la ilusión, de lo que quisiste ser. Dentro de ti resuena, una y otra vez, ese disparo que cambió tu vida y te hizo perder el tranvía. Has visto pasar otros pero no te has subido a ninguno porque el miedo ya se instaló dentro de tu corazón. Y no estabas preparada para hacer frente a nada porque, cuando hablaste con palabras de dureza, una vida se fue dejándote un castigo que arrastras en tu pelo teñido, en tus arrugas cansadas, en tu fantasía incesante. El polaco te atrae. El polaco te repugna. Le provocas. Le rechazas. Le odias. Sólo porque quieres que el deseo sea la estación término. Sólo porque quieres terminar sintiendo por una última vez el roce del cariño, la seda del respeto. Y tus sedas, Blanche, son velos ajados, que huelen a cajón cerrado, a encaje sin moda. A nada.
Eres prisionera del deseo, Stella. Ese marido que tienes te tiene enjaulada con barrotes de sexo. Él es el olor de la cerveza derramada, el aroma del sudor seco, el bastardo de una noche que quieres probar una y otra vez. Crees que en él hay un niño que quiere sólo tu ternura. Y estás tan equivocada que te amarras a él como si fuera el último escalón posible de una felicidad que te esquiva aunque haya momentos en que ni siquiera te das cuentas. Stella, tienes que brillar y saber. Debes conocer cuál es la razón del egoísmo. Es exactamente la misma que la tuya. Es una sábana deshecha después de una noche que se pasa entre gritos y gemidos. Y no hay más porque el tranvía pasa justo por la misma puerta donde vives.
Estás encerrado en la mala suerte, Mitch. Tu madre que, mientras muere, no te deja vivir. Una chica que un día te quiso, se fue con la muerte escrita en una pitillera. Quieres dar el cariño que ahogas. Quieres ser caballero y, a la vez, te mueven los instintos que asolan a todos a tu alrededor. Eres cruel y amable. Eres orilla y puerto. Y al final, la culpabilidad será tu única compañera.
Marlon Brando, Vivien Leigh, Kim Hunter y Karl Malden fueron los viajeros de un tranvía que pasa vacío mientras lo conduce un tal Elia Kazan. Nadie puede subirse. Todos se bajan.
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