viernes, 10 de diciembre de 2010

LAS AVENTURAS DE QUINTIN DURWARD (1955), de Richard Thorpe

No cabe duda de que esta película es un intento de reeditar el tremendo éxito que resultó ser Ivanhoe utilizando los mimbres del mismo escritor, el mismo protagonista y el mismo director. Lo cierto es que, aunque está unos cuatro peldaños por debajo de aquella, Las aventuras de Quintín Durward no es nada despreciable. Tiene momentos que merecen mucho la pena y, sobre todo, tiene a Kay Kendall como oponente femenina. Una mujer de encanto y elegancia naturales, desgraciadamente malograda por una insidiosa leucemia cuatro años después de rodar esta película, esposa de Rex Harrison y que resulta siempre una delicia ver cómo atraviesa la escena con un rostro que parece esculpido y cincelado por un artista del buen gusto. Ella es la que se lleva los aplausos mientras se rodea de un plantel de excelentes actores secundarios que dan verdadera textura a toda la historia con una especial relevancia a ese pintoresco Rey de Francia encarnado por el británico Robert Morley. Brillante por momentos en su apartado dramático, por el contrario, el relato resulta algo decepcionante en sus escenas de acción, salvo en la escena de la torre, donde Robert Taylor se bate con Duncan Lamont con pericia y entrega.
Esto hace pensar que el bajo tono del resto de las escenas de acción fue algo deliberado por parte del director Richard Thorpe que, haciendo honor a su apellido, intentó dar especial relevancia a la escena cumbre de la película. En todo caso, merece la pena pasar un rato en compañía de estos nobles ingleses, caballeros más de la palabra que de la espada, hombres que no hacen más que preguntarse cuál es el precio del sacrificio por el amor a su país y si tienen que poner en juego para ello su amor, su vida o su propio honor.
Hay otras virtudes que adornan a la película con gracia y estilo, como su fotografía, su decoración exterior con su imponente castillo pero, sobre todo, hay que destacar la recreación de una época en la que la vida era demasiado barata, la muerte se presentaba repentinamente y sin ser invitada mezclándose con los problemas muy cercanos a la realidad que tienen los personajes. Es el retrato de una época en la que los valores supremos eran el dinero, el poder y la tierra, siempre bajo una óptica que no deja de reírse levemente de todo. Y ahí radica una de sus mayores ventajas.
Es tiempo de doncellas, espadas, taimados reyes y tiempos de traición. Ritos de convivencia en una sociedad que aún se estaba formando bajo la égida del absolutismo. Sugeridora época de expansionismos ocultos que se frustraban por la llegada del inoportuno caballero. Solidez de cuento que nos transporta al momento en que las espadas chocaban y comenzaban a preguntarse el por qué. Al fondo, el amor imposible y, en primer plano, un monarca maquiavélico que se disfraza bajo la túnica de la amabilidad en fuga. Es un buen rato de cine. No hay capas pero sí actores. Hay espadas pero no son las principales valedoras. Es lo que pasa cuando la honestidad se convierte en un filo mucho más cortante.

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