La noche envuelve los misterios con los ruidos de bombas al fondo. Los fogonazos de los antiaéreos son la cortina perfecta para esconder los horribles crímenes que se cometen en una Alemania que camina hacia la derrota con paso decidido. Un psicópata anda suelto. Y no se llama Adolf Hitler. Es un tipo algo retrasado, con una fuerza descomunal, que no se consigue dominar cuando una mujer se le acerca aunque no sea físicamente. Es parco en palabras, exhibicionista con sus músculos y aparentemente inofensivo. Mata porque siente algo parecido a la furia pero no es eso. Es excitación. Los crímenes se suceden y el régimen detiene al primero que parece sospechoso. Un tipo despreciable. Un Führer de barrio que cree que el mundo está a sus pies y que la nación alemana se conducirá por sí sola a la victoria definitiva. Un candidato perfecto para demostrar que el Reich sabe hacer justicia.
Sin embargo, un hombre regresa del frente, herido y cansado. Vuelve para ocupar su antiguo puesto de inspector de policía y comienza a investigar. La casualidad, a veces, es la mejor amiga del detective, y él es capaz de atraparla al vuelo. Curiosamente, se convierte en el elemento incómodo. Más que nada porque es capaz de demostrar que en el Reich, en el perfecto Imperio de los Mil Años del nacionalsocialismo, hay un ciudadano que se empeña en matar, en matar cruelmente, solo con las manos y con la mente enferma.
Y el silencio es el peor enemigo de todo orden impuesto por la misma fuerza que emplea el asesino. En el Reich no hay seres infelices. Todos luchan por el futuro. Todos son piezas perfectas de un engranaje que no chirría, que no tiene fisuras, que no se detiene, que no es capaz de producir monstruos. Eso también es un signo de la victoria, de la propaganda que dice verdades. El pueblo alemán, a pesar de estar en guerra, es un pueblo feliz. Deseoso de colaborar. Con ánimos de hacer una nueva Alemania más poderosa, más fuerte, más integradora. Con provincias como Francia o Italia. Y mirando siempre a su alrededor para decidir con propiedad qué más quiere. El Reich es perfecto, querido Comisario. Aquí no hay psicópatas.
Robert Siodmak dirigió esta película con una maestría inusual, haciendo que el cine negro se mezclara con la denuncia de un régimen injusto y que le obligó a él mismo a emigrar a Estados Unidos. Para ello, regresó a Alemania. Quiso decir unas cuantas verdades. Quiso estampar en la cara de los incautos que creyeron en las mentiras qué es lo que se cocía por debajo de la brillante capa de falsa perfección que se quería proyectar desde las instancias oficiales. Y supo que el diablo, efectivamente, atacaba de noche. Pero no era un enfermo mental, de ademanes toscos y contestaciones simples. Eran los que vestían uniformes grises, imponentes y atractivos, que decidían sobre la vida y la muerte desde sus despachos y solo se preocupaban por mantener su privilegiada posición, su inmaculado escaparate lleno de parafernalia y espectáculo que mantenía a una gran parte de los que vivían allí totalmente hipnotizados y convencidos de que vivían dentro de una maquinaria sin defectos que significaba prosperidad, empleo y, sobre todo, orgullo.
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