En la oscuridad, unas lanchas de desembarco se mueven como fantasmas. Dentro de ellas hay un puñado de pensamientos que provienen de hombres que están a las puertas de la muerte. Está el héroe que sueña con volver a casa con un Corazón Púrpura en el cuello, el italoamericano que jamás ha pisado suelo italiano y que tiene curiosidad por conocer la tierra de sus abuelos, el sereno que cree que, aunque la muerte merodea con ansia, dominar el miedo es la única salida útil, el tipo que imagina que escribe una carta a su hermana sin desesperación y con algo de nostalgia, el que solo quiere dormir entre tanto pensamiento dicho en voz alta, el oficial al que le vuelan la cara y no tiene tiempo de mucho más… Ninguno de ellos está hecho del material con el que se forjan los héroes y todos tienen la certeza de que aquello no va a ser agradable. Sin embargo, el enemigo no es algo que se vea con facilidad. Solo humo, gritos, bombardeos, balas disparadas con el fin de acabar con todo. Solo hombres dispersos intentando encontrar cobijo cuando no hay otro que el compañero. La guerra es una traición continua. La amistad es lo único que perdura.
El combate se vuelve algo surrealista. El enemigo no se muestra. No sabemos cuál es su rostro. No hay cabezas cuadradas desplegándose para acabar con la invasión de Italia. Hay que moverse a pesar de que no hay ningún oficial al mando y un sargento toma la iniciativa. Al principio, con decisión. Después, con vacilación. Por último, perdiéndose en las brumas de la responsabilidad que le ha tocado en suerte. Pero hay otro sargento que ve las cosas con algo más de frialdad y tienen que volar un puente para que los carros blindados entren en el interior del país. Las conversaciones se suceden. Las balas fantasmas disparadas por no se sabe quién aparecen. Solo un avión y un vehículo de combate delatan la presencia del enemigo. De hecho, solo se ve una mano saliendo de una ventanilla. Inerte, huidiza, acribillada.
El inteligentísimo guión de esta película pertenece a Robert Rossen que, con ella, quiso mostrar el valor en pérdidas humanas de una guerra que cree injusta pero, en ese momento, necesaria. Los alemanes son solo cañones de ametralladora con soporte apuntando a sombras que avanzan. Solo interesa ese grupo de hombres que tienen que luchar no solamente contra un enemigo apenas intuido sino también contra una mochila llena de errores humanos, de debilidades que tienen su reflejo en el campo de batalla. Apenas hay secuencias bélicas y abundan los diálogos que van desde la nostalgia hasta la agudeza que destilan los rápidos intercambios verbales entre Richard Conte y un excelente George Tyne. Al mando, Dana Andrews, el suboficial que lamenta dejar atrás heridos que no pueden llevar, nervios que no se pueden soportar y cicatrices que no se pueden tener en cuenta. La dirección es de Lewis Milestone que, más allá de su condición de simple artesano, consigue planos de belleza casi impresionista a pesar del blanco y negro de las imágenes. Y es que, quizá, la guerra sea solo una serie de estampas en blanco y negro teñidas con el rojo de una sangre que también mezcló los sentimientos de los que supieron morir.
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