Tumbados mientras los proyectiles
caen alrededor, la hierba parece que huele aún más, como si presintiera que
pronto va a ser regada con sangre. Los hombres respiran agitadamente y el
asalto se va a producir en un momento. Todos ellos son valientes, aunque no
sean de una pieza. La patrulla de vanguardia está compuesta por soldados que no
se lo piensan dos veces a la hora de rebanar el cuello al enemigo. Saben
buscarse la vida ya que la muerte no hace más que buscarles. La guerra les
necesita. Y eso no es ningún honor fuera de los límites del campo de batalla.
Malditos generales inútiles. Ellos no se han acercado para sentir el último
aliento de ese hombre que está decidido a matar. Malditos y malnacidos. Las
estrellas en la hombrera no les hacen más nobles. Son burócratas adocenados con
una idea preconcebida sobre la lucha. No tienen ni idea. Nunca han puesto la
mano en el vientre de un compañero para impedir que se le salgan las tripas.
Ellos mandan morir. Nosotros nos encargamos de matar.
Después llega la paz. Una paz
falsa, débil, timorata. Es el momento de ajustar cuentas con algunos
descarriados. Una injusticia después de todo lo que han dado algunos en el
campo de batalla. Por mucho que el comisario de investigación sea uno de los
nuestros. Da lo mismo. Es un hombre recto que cree que la justicia debe imperar
aún en tiempos de trinchera y es un inocente idealista que no sabe que los
hombres de guerra no se rinden. Por mucho que hayan robado en un local finolis
y hayan dado unas cuantas patadas a una prostituta y asesinado a una cajera
insignificante. Los bárbaros son ellos, los que están detrás de las mesas de
despacho, pensando cuál es el mejor momento para desmovilizar a unos guerreros
que quieren volver a casa. Es lo que tiene la paz, que acaba atosigando a los
que viven en permanente estado de sitio.
Bertrand Tavernier quiso dirigir
esta espléndida película sobre unos soldados que tuvieron que bailar con la más
fea para luego acabar siendo olvidados por la maquinaria militar. El patriotismo
es otra cosa y, para ello, hay que defender, aunque no se tenga razón, a los
que han derramado su sangre a tu lado. Lo que empezó siendo una retahíla de
misiones suicidas ha terminado convirtiéndose en una lucha por la supervivencia
en la que la mano del otro, en demasiadas ocasiones, separa la vida de la
muerte. Al frente de ellos, un capitán que quiere seguir hacia delante, con la
nube de las bombas poblando su horizonte, con los abrigos bailando en las
piernas mientras se avanza tomando posiciones, con la seguridad de que, después
de eso, de las balas, de la comida robada, de la camaradería saboreada, no hay
nada. Solo un pueblo perdido en algún lugar de Francia viendo pasar una vida
que hace ya mucho tiempo que decidió huir para alistarse. Y solo quedará la
tristeza acompañada de una decadencia casi patética. Ni siquiera el gusto del
vino podrá borrar esa sensación de desperdicio, de rabia, de olvido, de nada
después de las adictivas descargas de adrenalina intentando vivir mientras se
intenta matar. El Capitán Conan lo sabe bien. Es el primero, allí, en lo alto
de la colina.
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