Nueva York y sus gentes. El
escultor que se atrevió a erigir en oro a una mujer desnuda. El comisario de
policía que quiere resolver los asuntos lo antes posible. El marido loco de
celos que llega a la esquizofrenia aunque proclama a los cuatro vientos que está
más cuerdo que el alcalde. El joven impulsivo que se asoma tímidamente al mundo
para comprobar que la corrupción se come toda intención. El señor que siempre
se halla en su sitio, mirando pasar la vida en una atmósfera que trata de
controlar. El pianista de jazz que solo saborea la felicidad durante unos
instantes porque siempre habrá algún granuja que intente humillar a la gente de
color. La chica que desea dinero fácil y, engañada, solo desea dedicarse a ese
nuevo invento que se llama cine. El ruso que dibuja con facilidad y descubre
que el futuro no está en la pintura estática sino en el movimiento de los
sueños. La mujer que está aburrida de mantener siempre una apariencia
despreciable cuando quiere emociones, quiere piedad, quiere vida. Y todo ello
forma una melodía que parece no encajar demasiado bien en sus graves y sus
agudos. Más que nada porque Nueva York es un sumidero que comienza a ahogarse
en sus injusticias y un negro perturba su impostada tranquilidad.
No es fácil mantenerse en sus
principios cuando toda la sociedad neoyorquina y todo el aparato funcionarial
del Estado solo sabe cerrar con la puerta en las narices. Quizá es que la
brutalidad solo entiende de brutalidades o, tal vez, haya que hacer algo sonoro
para poder ser escuchado. Días de vestidos largos y elegantes levitas que miran
hacia otra parte mientras la ropa de los más pobres es lavada en los riachuelos
de miseria. Malditos negros. Así no hay forma de componer una melodía.
Milos Forman dirigió con mimo y
muchísimo cuidado esta historia de E.L. Doctorow que pone de manifiesto la
continua hipocresía de una sociedad que se cree abierta y tan solo es un muro
en el que llorar desgracias sin remedio. Para ello, contó con un elenco
espectacular que incluía nombres como Elizabeth McGovern, Brad Dourif, Howard
Rollins Jr., James Olson, Mary Steenburgen, Debbie Allen. Moses Gunn y con el
sonado regreso, después de más de veinte años de retiro voluntario, de James
Cagney en el papel del Comisario Jefe de la ciudad de Nueva York. Todos ellos
aportan las pinceladas para conformar este gran cuadro impresionante de una
ciudad de falsas apariencias y oídos sordos, que crecía tanto que se olvidaba
de las personas como elementos necesarios para seguir construyendo. Y más allá
de eso, el fuego no cambiará nada. Solo añadirá el olvido a todos aquellos que
quieren ser escuchados y así no se construye una nación. Solo se tienen
espejismos vestidos de etiqueta que lucen en el escaparate pero con un género
tan barato y tan sucio que acabará cerrando por quiebra. La libertad huye y
solo permanece si hay alguien que quiere comprarla.
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