Ésta es la historia de un hombre
pequeño, sin importancia, que lo único que quiere es pagar el primer plazo de
su motocarro y tiene menos dinero que uno que se está bañando. Pero en una
ciudad cualquiera, un poco fea, un poco gris, ese hombre se convierte en un
moderno Ulises que cambia su embarcación por un vehículo pequeño y modesto, de
esos que ya no se ven, e irá por la fría noche de Navidad oyendo cantos de
sirena de dinero contante y sonante, será víctima de aplazamientos inacabables
para conseguir lo poquito que le queda para pagar la letra, tendrá que llevar
un buen montón de encargos surrealistas en una España tan negra que huele a
hipócrita por donde vas y él lo único que quiere es pagar esos pocos miles e
irse con su familia a casa, a celebrar la Navidad y dejarse de tanto frío y
tanto rollo. No es mucho para pedir. Que los ricos se queden con su pobreza de
espíritu que les lleva a aparentar una caridad que no sienten, sencillamente,
porque no la han padecido. Y así es muy difícil sobrevivir.
Y su odisea se abre paso en medio
de una noche tan oscura como hablada. Conversaciones interminables que solo
destapan la mediocridad de unas gentes preocupadas por los dimes y diretes,
egoístas por definición que nunca se hubieran acordado de la gente pobre si no
fuera porque su conciencia es muy fácil de engañar. La noche es fría y el
motocarro recorre la ciudad de aquí para allá para poder pagar, sin propinas y
con lo justo, esa letra protestada que sale del banco para el notario con la
velocidad de una Nochebuena urgente. Mientras tanto, eso sí, todas las mentes
bienpensantes de la ciudad sentarán a un pobre a su mesa haciendo que un par de
horas de caridad sirvan ya para toda la vida. Una vida que sigue siendo una
odisea para ellos y para el honrado transportista que lleva el motocarro como
un barco zozobrado por las olas en medio de un mar de intereses creados y
despreciables.
España negra que siempre hiere el
corazón porque siempre son los mismos los que tienen que vagar por las calles
en busca de ese trocito de felicidad que les corresponde, con los plazos
pagados y algo que echarse a la boca. Mientras los de más arriba, los que han
tenido la suerte de tener medios y pertenecer a los vencedores, no dejan de
rezar falsos rosarios en medio de falsas bodas de falsas intenciones. Total,
para impedir que un pobre hombre muera en paz y de acuerdo con sus creencias.
La hipocresía reina esa noche de Navidad por todas las cosas. Por la chica que
quiere destacar como la reina de una fiesta tan fingida que resulta un paseo
circense. Por el presentador que quiere adornar el lenguaje con tanta poesía
como mentira. Por el médico odontólogo que se las quiere dar de cardiólogo. Por
el marido que se ha largado a celebrar la Navidad con su amante. Por el
empresario que se niega a pagar a un cojo por repartir cestas de Navidad y
todavía le reclama una que se ha quedado. Por la subasta de chicas de segunda
fila y tercera mano para recaudar unos fondos que siempre, siempre, serán
insuficientes. La rabia en la sonrisa de Berlanga. El humor negro de una España
que no tenía gracia.
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