Cuenta la leyenda que, un buen
día, Orson Welles estaba de gira con su bienamado Mercury Theatre con la obra La vuelta al mundo en ochenta días y,
necesitando dinero para proseguir las representaciones, llamó al todopoderoso
jefe de la Columbia, Harry Cohn, para pedirle un delante de 50.000 dólares
sobre la próxima película que iba a hacer para él. El único problema es que
Welles no tenía ni idea de cuál sería esa película. Cohn, naturalmente, le
preguntó si tenía ya el guión listo y Welles contestó que sí mientras avistaba,
en un kiosco de prensa al lado de la cabina telefónica desde donde estaba
llamando, una novela con un título muy sugerente: Si muero antes de despertar, Sherwood King y le rogó a Cohn que
comprara los derechos.
Nada más colgar el teléfono y
obtener el dinero, Welles compró el libro en el kiosco y, esa misma noche, lo
leyó. Era una novela pulp que valía
menos que el papel en el que estaba escrita. Welles puso manos a la obra, quitó
de allí y puso allá, y así nació La dama
de Shanghai.
Sea cierta o no esta leyenda
(contada por él mismo), ilustra perfectamente hasta qué punto llegaba la
genialidad de Orson Welles. Sin duda, de haber nacido cuatro siglos antes,
hubiera sido un compadre revolucionario de los Miguel Ángel y los Leonardo de
la época. Sabía tocar el violín y el piano, hablaba varios idiomas (que se sepa
español, italiano, inglés, alemán, francés y algo de ruso), era ilusionista
profesional, director teatral a los diecisiete años, genio de la radio que
aterrorizó a todos con una adaptación realista de La guerra de los mundos a los veintitrés, director de cine a los
veinticinco, guionista, actor, productor…Incluso, en cierta ocasión, agarró la
aguja e hilo para bordar el vestuario de su Macbeth.
El cine de Welles, en cualquier
caso, destaca por su estética marcadamente expresionista (es posible que no
haya ningún director más “kafkiano” que él, incluso en más de un sentido) y por
ese recurrente tema en toda su obra acerca de las relaciones con el poder,
generalmente corrupto, que aparta al profesional o al legítimo propietario de
ese poder a fuerza de actor moralmente más que cuestionables, algo que, por
otra parte, se antoja como una inmejorable parábola de su propia carrera como
cineasta.
Salvo Ciudadano Kane, la única película que pudo realizar con un total
control creativo, Welles tuvo una mala suerte legendaria, salpicada de
películas empezadas y no concluidas o de proyectos no realizados. Algo que se
antoja bastante paradójico en un hombre que ha dirigido dos de las mejores
películas de todos los tiempos como son Ciudadano
Kane y Sed de mal.
En contra de la opinión de mucha
gente, habría que destacar el segundo de esos títulos por varias razones. Ese
primer plano-secuencia que aún hoy se estudia en las facultades de cine del
mundo, ese diseño del mal repleto de crueldad pero cargado de razón, ese
argumento retorcido hasta las mismas entrañas del cine negro, esas
interpretaciones tan valiosas que contiene (a destacar el maravilloso trabajo de
Joseph Calleia o la siniestra aparición de Mercedes McCambridge) o tantos y
tantos detalles de referencia como ese motel que, sin duda, inspira un par de
años después a Alfred Hitchcock para su Psicosis
y, curiosamente, con la misma huésped dentro, Janet Leigh.
Guillermo Cabrera Infante decía
que, a partir de la aparición de Ciudadano
Kane en el panorama cinematográfico, el cine debería fecharse A.W ó D.W, es
decir, Antes de Welles o Después de Welles. Y no deja de ser cierto por la
cantidad de innovaciones propias que pone en liza y que hoy no dejan de ser
meras anécdotas que aceptamos con total normalidad en cualquier otro director.
Ahí tenemos que la misma Ciudadano Kane
es la primera película que empieza con un noticiario; El cuarto mandamiento es la primera en decir a viva voz los títulos
de crédito; Sed de mal ostentó
durante muchos años el récord del plano-secuencia más largo de la historia del
cine (si exceptuamos el experimento de Hitchcock con La soga) y con más personas involucradas y pocas películas son tan
diabólicamente originales, tan impecablemente concebidas y tan irrepetibles
como su Fraude.
Estéticamente situado en las
cercanías de Goya, signo elocuente de su amor hacia España y hacia lo español,
tal y como lo demuestra en la fiesta de disfraces de Míster Arkadin o en la impresionante escena de los molinos de
viento de su inacabada Don Quijote,
quizá Orson Welles no ha sido el mejor director de la historia, pero sí uno de
los más fascinantes. Es uno de esos genios totales que, cuanto más lo estudias,
más lados descubres y hace que amemos al cine un poco más. Y no solo el cine,
sino también las personas que lo hacen y todas las artes que lo integran. Al
fin y al cabo fue el hombre que hizo que escucháramos unas campanadas a
medianoche o que nos quedásemos asombrados de un proceso kafkiano del que no
conocemos ni la acusación, o que viéramos cómo se atrapa a un vecino nuestro
porque, en realidad, es todo un extraño…o que, por fin, sepamos que una
historia es inmortal cuando no se cuenta porque muere al salir de los labios
del narrador. Todas sus películas son obras de arte únicas que pueden gustar
más o menos pero que se convierten en bombardeos visuales nacidos de las mismas
entrañas de la creación genial y, por desgracia irrepetible, momentos suspendidos
en el tiempo y en la memoria, tesoros intangibles de valor no negociable. De
hecho, como escribió Joseph Cotten en un telegrama que envió a la familia
cuando Welles falleció: “Cuando pienso en
ti, querido amigo, todo lo que me es robado, me es devuelto”.
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