viernes, 2 de febrero de 2018

EL PASAJERO (2017), de Jaume Collet-Serra

Todo aquello que llamamos rutina no lo es tanto si lo pensamos un poco. Es posible que hagamos lo mismo una y otra vez, pero los días no son iguales, los estados de ánimo, tampoco. Quizá la mejor celebración sea la perfecta normalidad y nos hemos acostumbrado a denominarlo “rutina”. De repente, un día deja de ser normal y la vida se coloca del revés. Es posible que tengamos demasiadas obligaciones por delante y ya no haya más agua en el pozo. O, simplemente, algún extraño nos dice algo que nos saca de la deprimente realidad. ¿Quién sabe? Es posible que sea un final que significa un principio.
Lo cierto es que casi todas las mañanas vemos las mismas caras e, incluso, puede que nos sorprenda el hecho de ver caras nuevas en el vagón de tren o de metro que nos lleva al trabajo. Nuestra capacidad de observación ha ido a menos porque nos hemos acomodado a esa normalidad que no lo es tanto. Y ese problema que nos agobie tenga una salida rápida, fácil y muy apetecible. Y todo el mundo sabe que ése no es el camino correcto por la sencilla razón de que no es cuesta arriba… ¿o sí?
Jaume Collet Serra ha dirigido un thriller agobiante que bebe de Hitchcock, con toques del Pelham 1,2,3, de Joseph Sargent e, incluso, un guiño bastante ingenioso al Espartaco, de Stanley Kubrick, con escenas que entran de lleno en la inverosimilitud y con otras de brillante realización. Todo ello con la colaboración de su habitual protagonista, Liam Neeson, y toda una suerte de actores secundarios entre los que destacan Vera Farmiga, estupenda en sus breves intervenciones, Clara Lago o Roland Moller, aquel oficial que se dedicó a desenterrar minas con la ayuda de unos jóvenes alemanes en Bajo la arena (Land of mine). El resultado es eficaz, vistoso, y, sobre todo, entretenido, con una excelente banda sonora de Roque Baños y cierta imaginación en el desarrollo de un argumento que, durante todo el trayecto, corre cierto peligro de estancarse. Y es que no es fácil sacar a un tipo de su rutina y ponerle a buscar angustiosamente algo en el reducido espacio de un tren de cercanías. Hay muchos intereses creados sobre ruedas y la próxima estación puede ser una bala en la cabeza.

Se desliza un aviso sobre la estupidez de prescindir de las personas que saben comportarse como profesionales en sus trabajos atendiendo a las razones más peregrinas de tipo empresarial. Es un capital humano que se desperdicia aparte de una desgracia para quien lo sufre. El tren continúa implacablemente hacia su destino y uno se puede encontrar a gente agradable, gente valiente, gente cobarde, gente arrogante. Al fin y al cabo, cada persona es una isla que debe hacer frente a los embates de una vida que nunca resulta gentil. Quizá todos deseemos ser otra cosa de lo que somos y sentimos vértigo ante el vacío que se abre a nuestros pies si queremos cambiar las cosas, como si no fuéramos capaces de superar nuestras inseguridades y tener la certeza de que podemos con todo. Con cadenas, enganches, sospechas, ambigüedades, orgullos y órdenes. Basta con enseñar el billete que te proporciona el derecho de hacerlo o, al menos, de intentarlo. Todos valemos más de lo que creemos y ése es uno de los grandes males de la Humanidad. No sabemos ver que somos capaces de salvar vidas, de hacer lo correcto por encima de las trampas y de la tentación y eso nos convierte en simples pasajeros de un tren que es muy posible que acabe descarrilando.  

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