martes, 16 de febrero de 2021

CHRISTOPHER PLUMMER: LA ELEGANCIA NATURAL

 


Puede que no haya habido un actor cuyas miradas fueran tan elocuentes, tan incisivas, tan cortantes. En la elegancia natural de Christopher Plummer también se podía intuir un lado ciertamente oscuro, que jamás salía a la luz, pero que estaba ahí, expectante, deseando saltar a la manera de un tigre sobre el cuello de su presa. Su estilo rara vez se precipitaba por el exceso conteniéndose en los límites de la sobriedad, como el caballero que realmente era. Con su marcha, el cine ha perdido mucha clase.

Su primer paso llamativo fue como aquel experto en zoología que se marchaba a los pantanos de Florida para estudiar las aves y se encontraba con una oscura trama de asesinatos y dominaciones con Burl Ives imponiendo su poderosa silueta entre los cañizales de Muerte en los pantanos, de Nicholas Ray, una estupenda y desconocida película que pasó sin pena ni gloria por las carteleras de la época. Sin embargo, Christopher Plummer iba cimentando su prestigio a través de las tablas del West End y con su continua dedicación a la televisión. Tardó unos años en volverse a poner delante de las cámaras y lo hizo con un malvado y retorcido heredero al trono en La caída del Imperio Romano, de Anthony Mann, enfrentándose a Stephen Boyd y a Sophia Loren mientras caía en los infiernos de la locura y de la megalomanía.

Ese papel, le proporcionó la oportunidad de interpretar al Capitán Von Trapp de Sonrisas y lágrimas. No cabe duda de que, con toda probabilidad, sea su papel más famoso. Sin embargo, no dudó en abominar de él porque pensaba que había hechos trabajos mucho más interesantes. Cuando, muchos años después, fue galardonado con un Oscar al mejor actor secundario por su papel de viejo homosexual en Principiantes, la organización no dudó en considerar como adecuado que sonara la banda sonora de Sonrisas y lágrimas. Él, ya en el estrado, se enfadó mucho por esa elección diciendo si no podían poner otra música.

Consigue dar una lección de versatilidad en esa película apasionante y que, a ratos, parece como algo inacabada o informal que es Triple Cross, en la piel del espía Eddie Chapman, un hombre que tenía que moverse entre la perplejidad de su oficio, sus ventajas y sus enormes inconvenientes e intervino, prácticamente como estrella invitada, en La noche de los generales, de Anatole Litvak, en el papel del Mariscal de Campo Erwin Rommel. Su aparición fue muy corta y, sin embargo, su porte natural consigue retratar con eficacia al mítico general, con permiso, naturalmente, de James Mason.

Poco a poco, va construyéndose una carrera extraordinariamente sólida con intervenciones en la segunda versión de La escalera de caracol, al lado de Jacqueline Bisset, sustituyendo a David Niven en la tercera entrega de las andanzas del Inspector Clouseu en El regreso de la pantera rosa o prestando una apariencia excepcional como oficial de las fuerzas coloniales británicas mezclado en un oscuro asunto de agresión y asesinato en Culpable sin rostro, de Michael Anderson, al lado de un reparto de enorme prestigio que incluía nombres como Michael York, Richard Attenborough, Stacy Keach, Susannah York o Trevor Howard.

Quedó para siempre como el único e inigualable Rudyard Kipling, narrador emocionado de las andanzas de los pícaros Peachy Carnahan y Daniel Dravot en la maravillosa El hombre que pudo reinar, de John Huston y realizó una estupenda interpretación del malvado Papá Noel que se decide a asaltar una sucursal de un banco en un centro comercial encontrándose con que el cajero es más listo de lo que parece en la excelente Testigo silencioso, de Daryl Duke. Alcanza una madurez interpretativa fantástica cuando se encarga de dar vida al detective más famoso de la historia, Sherlock Holmes, en la muy notable Asesinato por decreto, al lado del que, quizá, sea el mejor Doctor Watson del cine, el gran James Mason. También fue el marido engañado y derrotado de La calle del adiós, como el tercer vértice del triángulo que completaban Harrison Ford y Lesley Anne Down.

Los ochenta, sin embargo, es una época de cierta zozobra en la carrera cinematográfica de Christopher Plummer. Sus papeles son poco interesantes, poco importantes, sin destacar demasiado en ninguno de ellos. Ese joven de mirada aviesa, de irresistibles ojos azules, sin apenas labios y con un rostro que oscilaba entre el cinismo y la superioridad, se inclinaba hacia la madurez sin demasiado interés. A principios de los noventa, sorprende con una comedia en un papel totalmente inesperado. Se trata de un mendigo al que llaman simple y llanamente Mierda (ése es el nombre de su personaje) en Donde está el corazón, de John Boorman, una divertida y optimista aventura sobre un grupo de jóvenes al que se une este sin techo para evitar el derribo de un edificio emblemático en un barrio marginal de Nueva York. Plummer aquí está divertido, ocurrente, despojado de cualquier atisbo de elegancia y, no obstante, conservándola de una manera casi mágica. Alternando con sus apariciones en televisión, llega la especialización en papeles de jefe con Lobo, de Mike Nichols y compone un retorcido policía, obsesionado con demostrar la culpabilidad de una mujer en la notable Eclipse total, de Taylor Hackford, basándose en la novela de Stephen King.

Después, interviene en títulos muy interesantes, siempre en papeles secundarios, como en Doce monos, de Terry Gilliam, la estupenda y reivindicativa Agenda oculta, quizá la mejor película de Ken Loach; El dilema, de Michael Mann; Una mente maravillosa, de Ron Howard; Syriana, dando la réplica a George Clooney; la muy destacable interpretación de un magnate de la banca con mucho que esconder en la excelente Plan oculto, de Spike Lee; su aportación como la voz del viejo Charles Muntz en la película de Pixar Up

Aún podríamos quedarnos extasiados de la creación que realiza encarnando al escritor Leon Tolstoi en La última estación, en un maravilloso duelo interpretativo con Helen Mirren, que le valió una nominación al Oscar al mejor actor. Su delicada exposición de la forma de pensar del ruso inmortal se acerca a la perfección para dar una idea de cuál es la auténtica dimensión del amor verdadero. Al año siguiente, el Oscar por ese homosexual de la tercera edad al borde del final en Principiantes, un premio que fue un testimonio de cariño de toda la comunidad cinematográfica. Aún tuvo fuerzas para interpretar al cabecilla de la retorcida familia Vanger en la adaptación americana de Los hombres que no amaban a las mujeres, de Stieg Larsson bajo la batuta de David Fincher y de conseguir una última nominación al secundario al sustituir de urgencia a Kevin Spacey en Todo el dinero del mundo y realizando la proeza de aprenderse todos sus movimientos y diálogos en cuatro días. Tuvimos, incluso, la oportunidad de entrar en las oscuras y bienintencionadas motivaciones del típico millonario víctima de un asesinato que no es serio, pero tampoco es broma en Puñales por la espalda, de Rian Johnson.

Quizá no fuera uno de esos actores que ha iluminado las carteleras con su sola presencia, pero siempre tuvo ese toque de estilo, de no salirse ni un milímetro del papel que estaba interpretando, de cumplir, desde un lugar reservado sólo a los más elegantes, con todos y cada uno de los matices que le tocaba sugerir. Sí, el cine, sin él, va a ser mucho más burdo y mucho más culpable.

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