miércoles, 24 de febrero de 2021

MANOS SUCIAS SOBRE LA CIUDAD (1974), de Peter Hyams

 

Ya está bien de batallar en las calles con los traficantes de poca monta y con los intermediarios de tres al cuarto. Es hora de ir contra el que maneja los hilos y no va a ser fácil. Los subinspectores Keneely y Farrel harán lo que sea necesario para atrapar al tipo que se lleva todos los beneficios sin apenas asumir riesgos. Y las trabas van a empezar desde arriba. Son dos policías demasiado pequeños para que ahora decidan molestar. Son dos perros viejos de los callejones, y, aún así, van a estar llenos de dudas. Por supuesto, la historia va a estar llena de tópicos, pero estos dos profesionales que no dudan en asumir un físico estrafalario para camuflarse entre gentuza, también tienen un par de toques originales.

Sin duda, habrá unos ligeros toques de comedia. Es lo menos cuando ves a estos tipos yendo de aquí para allá con unas pintas innobles y tratando de encarcelar a un pez gordo, pero también hay mucha seriedad en el asunto. Correrán riesgos, irán contra corriente, se meterán en todos los líos habidos y por haber con tal de conseguir su objetivo y, lo que es peor, con la ávida indiferencia de sus superiores. En realidad, son dos lobos solitarios que, conscientes de su propia transformación, deciden rebelarse desde ínfimas posiciones de poder. Son obligadas las visitas a verdaderos antros donde anida el contrabando de drogas y la prostitución masculina. La humillación de los policías también está a la vuelta de la esquina y las persecuciones llegan a ser vibrantes. Es una de esas películas de realismo sucio que tanto proliferaron en los setenta, pero que, hoy, resultan lastimosamente olvidadas porque, tal vez, pertenecen a un pasado que fue demasiado increíble.

Peter Hyams dirigió la película con su solidez habitual, dando, incluso, algún que otro toque de virtuosismo, como la trepidante persecución en el supermercado, rodada en un solo plano-secuencia. Al mando del reparto, Robert Blake, a punto de dar el salto para interpretar la serie Baretta, y, sobre todo, un magistral Elliott Gould, que consigue, entre disparos y acciones, dotar de profundidad a un personaje que, en manos de cualquier otro, se hubiera quedado sólo en su caracterización física. Lo cierto es que, a pesar de los años transcurridos y de la estética de los setenta, es una película que se mantiene sorprendentemente fresca y actual, llena de ritmo y de intensidad, con un más que apreciable estudio de la personalidad de los dos protagonistas.

El fracaso y el éxito son dos hermanos que rara vez dejan de estar unidos por la mano. Farrel y Keneely lo saben muy bien y están preparados para hacer frente a ambos. Son duros y, a la vez, tienen sentido del humor. Son despreciados y admirados a partes iguales. Deben enfrentarse a gigantes cuando no son más que dos peones al borde de la marginalidad. Y no deja de ser duro levantarse todos los días para apresar a uno o dos camellos, a las prostitutas de la siguiente esquina y a algún que otro carterista que corre como el viento. Hay que apuntar más alto. Tanto que quizá haya que cambiar la mirada y centrar el esfuerzo para agarrar del cuello a quien realmente se llena los bolsillos con tanta corrupción.

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