jueves, 22 de junio de 2023

ASTEROID CITY (2023), de Wes Anderson

 

En algún lugar polvoriento de un desierto que no existe, se horada un agujero imaginario donde un meteorito cayó al igual que caen los sentidos de la vida. Todo ello está sustentado por una obra de teatro que no es, representada por unos locos repletos de tranquilidad y surrealismo que no saben hacia dónde van salvo, quizá, hacia abajo. Todo ello retratado con la perplejidad como estilo, con la ácida ridiculez de una sociedad alienada, que no tiene esperanza, pero que ha sido adoctrinada a conciencia a base de anuncios y autoengaños, con algún que otro brote de persecución a tiros, con algún que otro geniecillo pululando por el paisaje desolado, con un correcamino bailando al borde de la carretera.

Y ahí, en medio de la nada vestida de colores, se halla un motel cualquiera en un camino equivocado, en un paraje con puentes que no llevan a ninguna parte y rocas que no apuntan a ningún sitio. De ventana a ventana, se abren los cristales del deseo. De noche en noche, se recuerdan interminables listas de nombres para probar memorias. De estrella en estrella, se llega al convencimiento de que están todos más estrellados que el meteorito. Y los hombres de negro se presentan para una cuarentena que, en el fondo, no es más que poner la inteligencia entre paréntesis.

El director Wes Anderson regresa con sus peores vicios con esta fábula que no lleva a ninguna parte. Se supone que es supuestamente graciosa. Se cree que es supuestamente original. Se intuye que es supuestamente ácida. Y no es nada. Sólo un muestrario de situaciones que rayan en lo grotesco, con un desfile difícilmente superable de intérpretes de cierto prestigio de los que se llega a pensar que no se está muy seguro si saben lo que están haciendo ahí. No hay actuaciones destacables, aunque hay que reconocer que el mayor peso lo lleva Jason Schwartzman porque todo consiste en muchos planos mirando directamente a la cámara, haciendo confesiones que destacan por lo absurdo y sin gracia ninguna. Y mucho decir que si no se duerme, no se podrá despertar, que ahí debe estar la moraleja de la historia, si es que hay una historia. Haciendo estas películas tan autocomplacientes, Wes Anderson demuestra que está muy lejos del realizador de talento que sorprende y agrada en El Gran Hotel Budapest y que, cada vez, aburre más, sacia más y es más rechazable.

Así que nada, aplausos a millares para estos pequeños cerebros que han llevado hasta una ciudad de ochenta y siete habitantes levantada sobre unas bambalinas sus inventos algo delirantes. Asombros a puñados ante ese extraterrestre que, en teoría, interpreta Jeff Goldblum, y que sólo cae para no se sabe muy bien qué. Simpatías a chorro para la belleza que despliega Scarlett Johansson en uno de los papeles más sosos de su carrera si exceptuamos ese despropósito que fue Under the skin. Y paciencia a raudales para los espectadores, siempre sufridos ciudadanos del disfrute, que esperan que Anderson llegue a contarles algo cuando, de hecho, cuenta menos que un leproso sin dedos. Y esto es todo, amigos. No hay mucho más que destacar cuando todo consiste en mostrar en un color de pastelería la obra de teatro que se representa para no decir nada y en un blanco y negro contrastado para dejar bien claro que se trata de la vida antes de subirse al escenario y de la enorme tontería que es el proceso creativo de escribir. Lástima que Wes Anderson no se haya aplicado su propia medicina y no nos ahorre el dolor de ver una película larga que no dice absolutamente nada a través de unas imágenes que inspiran menos que Steve Carell ofreciendo zumo de tomate. Lo único que vale realmente es el baile del correcaminos. 

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