Brazos al cielo
mientras las balas traidoras buscan hincarse en la carne. Los sueños rotos
porque la guerra se encarga de poner las cosas en su sitio. Ya no existe más
ese sentimiento patriótico que impulsó a miles de jóvenes a alistarse para ir a
Vietnam. El uniforme, las letrinas, la lluvia que caía como gotas de sudor, la
bala perdida que hiere sin caer en la cuenta, los compañeros que ya no
volverán. Dos días más y de vuelta a casa. La mirada se ha agriado. No, la
guerra no es como en las películas. Allí, en medio de la selva, la gente
dispara y la gente muere. Las explosiones muerden la piel como dragones en
busca de su presa, los casquillos saltan gritando con su voz metálica que ya
han cumplido su misión, la maldad parece habitar en medio de un puñado de
cicatrices en la cara, la muerte espera. Hogar, dulce hogar.
Quizá fuera una
reflexión que no se pensó lo suficiente. El helicóptero se eleva y la suave
brisa caliente se abre paso en la selva del pelo rodeado de un pañuelo. Puede
que aquello se convirtiera en un paso necesario para forjar una vida. Puede que
sólo se limitara a ser una pérdida de tiempo, una horrible y truculenta pérdida
de tiempo. Las armas deberían callar para siempre. Sobre todo si el precio a
pagar es un lago de sangre y, en la jungla, se extravían las risas, las bromas
de camaradería, los conatos de amistad. Y, para terminar, la traición, siempre
presente, haciendo que la guerra sea más fácil, siga matando, continúe
masacrando, siegue vidas. El sueño de la libertad pisoteado, enterrado y
recubierto de estiércol. Así se acaba con las ilusiones. Así se condena una
vida.
Oliver Stone realizó
este alegato autobiográfico sobre sus experiencias en Vietnam bajando la cámara
a pie de campo, sin viajes imposibles, sin instrucciones deshumanizadoras. Sólo
el disparo diario, las obligaciones rutinarias, el enfrentamiento directo. De
ahí sólo vale salir vivo. Lo demás podrá ser todo lo trascendente que se
quiere, pero sólo es la nada. El hogar queda muy lejos y volver a él es lo
único que realmente importa. Todo lo demás es ruido de pólvora, es bajeza hasta
el vómito, es días sin gloria.
El reparto, por otro lado, llega a ser realmente impresionante. Además de Charlie Sheen en el mejor papel de su vida, se hallan esos dos sargentos enfrentados hasta el odio interpretados por Willem Dafoe y Tom Berenger, también en el que, posiblemente, sea el mejor rol que haya interpretado nunca. Los soldados tienen rostros tan conocidos como los de Forest Whitaker, Francesco Quinn, Keith David, John McGinley, Johnny Depp…Ninguno era una estrella en la época de rodaje, pero todos eran rostros suficientemente conocidos para asegurar la identificación del público con algo cercano, que le podría pasar al vecino de al lado, o al amigo de instituto. Y no es posible sustraerse, al son de los compases del Adagio, de Samuel Barber, a un cierto sentimiento de soledad que parece invadir a cualquiera que se identifique con Chris Taylor, el protagonista. Tuvo que ir, ver y perder para darse cuenta de todo lo que dejaba atrás y de todo lo que le quedó por hacer. El resultado fue Oliver Stone.
No hay comentarios:
Publicar un comentario