viernes, 2 de junio de 2023

CORAZONES EN ATLÁNTIDA (2001), de Scott Hicks

 

A veces, la llegada del misterio puede trastocar cualquier vida. Incluso la de un niño que ha perdido todas las referencias, porque su padre ha muerto y su madre ha puesto demasiados barrotes para su juvenil curiosidad. Quizá, a través de los ojos de otro, nos podemos dar cuenta de lo irremediablemente mágicos que fueron los años de la infancia y de la adolescencia. Y ni siquiera caíamos en ello. Pasaron tan velozmente como cualquiera de las carreras desbocadas que se iniciaban por la calle, en busca de una competición, o de un júbilo, o de la siguiente esquina. Eso sí, en medio de tantas buenas e inolvidables aventuras, hay que tener cuidado porque es posible que llegue un hombre con un abrigo amarillo que acabe con esa época y dé comienzo la, casi siempre, amargada madurez. La vida y el amor se escapan como el aire y ya nada, ni nadie parecerá lo mismo. Sólo quedará un leve recuerdo de unos años locos, impulsivos, grandes porque no eran previsibles, imprevisibles porque el futuro importaba realmente poco. Los sueños están al final de la escalera, en el piso de arriba, y se convertirán en algo inolvidable en un verano que pareció que tenía algo de sobrenatural, pero que, en el fondo, es tan real como la memoria quiso guardar. El presente estará teñido de azul frío. El pasado será un presente con tonos dorados que parecen no tener fin.

La vida puede ser algo terriblemente simple. Y sólo con la observación, podemos percibir lo fascinante que puede llegar a ser. Puede que ese inquilino misterioso, que vino de ninguna parte, tenga algunas capacidades increíbles. No quiere revelar sus raíces y ni siquiera presume de dones. Es sólo un individuo que hace que la vida sea realmente interesante. Sí, sí, sí, también están los estúpidos que se creen que, con amenazas, van a ganar un trocito más de calle. Como si eso fuera importante. Sin embargo, de alguna manera, los recuerdos ajenos poseen un profundo efecto en las vidas de los que se atreven a escucharlos. La juventud es una edad loca, pero no es tonta, y el futuro puede ser definible. Ese Brautigan que vive temporalmente en el piso de arriba está muy cerca de lo que debe ser divino cuando habla y emana una tranquilidad que parece que las flores se abren para escucharle. Esto no es normal. Y para una mente aún por formar hay muy buenas pulsaciones para intentar saber algo más.

Anthony Hopkins es una fuerza de la Naturaleza en esta película. Grande, acogedor, estático y atrayente, él se convierte en la principal razón de todo. Y es tan extraordinario que resulta incomprensible que esta película haya caído en el olvido. Nunca se cita cuando se habla de las adaptaciones al cine de Stephen King cuando es un trabajo maravilloso. Tras las cámaras, Scott Hicks, que venía de hacer un éxito de taquilla con Shine y que se estrelló estrepitosamente en esta ocasión y de forma incomprensible. Todo porque la gente ya no cree en la Atlántida, no puede concebir que haya personas con poderes paranormales, no asimilan que la juventud sigue teniendo un punto de curiosidad muy interesante y es posible que nadie tenga demasiada fe en la persecución de un fugitivo que puede ser una pieza clave para la estructura de la defensa nacional. Por eso, una vez más, es necesario viajar hasta la Atlántida y comprobar de primera mano que esta es una buena película. Con sentido. Con arrugas. Con eso mismo que estremece nuestro corazón cuando comienza un viaje a la Atlántida, a la emoción de la leyenda, al aire marítimo de la libertad.

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