El
director Jacques Audiard, que hace unos pocos años ya entregó una vuelta de
tuerca discutible y diferente al lejano Oeste con Los hermanos Sisters, se arriesga con esta película musical
adentrada en el mundo del narcotráfico y en sus sórdidos ambientes mientras uno
de sus cabecillas realiza la transición de sexo como un deseo de libertad para
poder ser lo que siempre ha sentido, pero también con una serie de
inconvenientes entre los que destaca su turbio pasado, salpicado de violencia y
de brutalidad. Pocas razones para la música, pero, en conjunto, es una película
que funciona con cierta soltura.
Las canciones, casi
introducidas como conciencia de los protagonistas, son notables. Algunas
coreografías están bien trabajadas. La interpretación sobresale, sobre todo en
el caso de Karla Sofía Gascón, que resulta muy creíble en su fase masculina y
tremendamente potente en la femenina y, desde luego, sería una injusticia pasar
por alto el dificilísimo trabajo que realiza Zoe Saldaña en la piel de una
abogada que inicia un lento descenso en su conciencia desde el mismo instante
en el que acepta el encargo de resolver los asuntos pendientes, incluida
familia, del narcotraficante en cuestión.
No obstante, también es
justo reconocer que no es una película redonda, con distintas notas
discordantes en cuanto a, por ejemplo, el hecho de que el narcotraficante,
antes de realizar el encargo a la abogada, lleva dos años en tratamiento
hormonal y su mujer, interpretada algo torpemente por Selena Gómez, ni siquiera
se ha dado cuenta. Por otro lado, resulta llamativo que, en su afán
reivindicativo de la transexualidad, el individuo sea amenazante y malvado
mientras es hombre y, luego, se convierta en un ángel de los desfavorecidos al
convertirse en mujer. Por último, el final, demasiado subrayado y reiterativo,
en el que la cultura popular eleva al transexual a los altares resulta,
incluso, cargante.
Lo cierto es que, a
pesar de todo ello, nada desentona demasiado en una película que elige una estética
muy concreta, introducida en la oscuridad, mientras pertenece directamente a
las intenciones, transiciones y veleidades que cometía aquel musical de Leos
Carax que llevaba por nombre Annette
aunque hay que reconocer que resulta más directo, más incisivo y, también es
verdad, algo previsible en su último tercio.
Por lo demás, las
personas deben ser respetuosas con todos aquellos que no se sienten cómodos con
su sexo, sea éste cual sea. La sociedad tiende al rechazo de todos y, en este
caso en concreto, se trata de hacerlo más evidente dentro de un ambiente
predominantemente testosterónico como es el del narcotráfico. Es evidente que
los mexicanos no deben sentirse especialmente contentos con la imagen que se
ofrece de su país aunque, en algún momento, se deja entrever que esto no es más
que un narcocuento en el que coexisten las felicidades, las desgracias, los
sueños y las pesadillas. Y si en lugar de ambientarlo en México se hubiese
hecho en España, el retrato, probablemente, hubiera sido el mismo.
Y es que ese personaje que quiere renunciar a todo, tampoco tiene remilgos a la hora de pedir dinero a los personajes más corruptos del país para luchar contra la plaga de los desaparecidos que asola México. Eso hace que, ante todo, el narcotraficante sea mujer, quizá cansado de la soledad a la que condena el poder desmedido, siempre con el miedo como interlocutor y la represalia como punto final. Los prejuicios, por favor, en la puerta. Luego los recogerán a la salida. No es una mala película aunque tampoco sea la obra maestra incomparable que algunos exaltados de la cultura bienpensante claman a los cuatro vientos. Sólo hace falta uno. Y es la certeza de que la felicidad puede hallarse en cambiarlo todo para que los muertos sean identificados. La violencia, al fin y al cabo, habita en todas partes.
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