Sí, señores, ser un
detective privado y destilar cierta honradez tiene sus inconvenientes. Hay que
moverse en un mundo en el que la mentira y los dobles sentidos son tan
pegajosos como un arma debajo de la axila. A menudo, muchos cogerían el
sombrero y se marcharían, sin embargo, Philip Marlowe insiste e insiste hasta
que se hace insoportable. Ya saben, un sabueso de aquellos que no sueltan la
presa hasta que deja de moverse. Eso no lo hace nada especial. Lo que le
distingue realmente es que suele acertar y no es muy creíble que sólo cobre
diez dólares al día y que, aún así, lleve trajes caros. Claro que cuando las
cosas se narran en primera persona, es difícil ver al tipo que te las cuenta.
Esto es un galimatías. Todo empieza porque a Marlowe se le ocurre escribir y
poner negro sobre blanco uno de sus casos y lo envía a una editorial para ver
si hay suerte y puede completar sus exiguos ingresos. Ya que es detective, la
encargada de la editorial le encarga un caso de desaparición. Se trata de
encontrar a la mujer del editor jefe y propietario del negocio. De momento, ya
es raro que una adjunta a la dirección de una editorial que supura por los
cuatro costados que está teniendo una aventura con el jefe encargue a un
detective privado que encuentre a la esposa…no sé, esto huele mal. Tanto que no
va a haber tiempo para que el agua turbia se vaya por el sumidero.
El trabajo de
detective, entre otras cosas, consiste en recibir golpes en la mano, husmear
por puertas entreabiertas, sentarse, levantarse, conducir un coche, vérselas
con un policía de mano larga y que no tiene ningún problema en demostrarlo. Y
todo eso se siente en primera persona, así que ustedes, como inocentes
espectadores deseosos de misterio, lo van a probar de sopetón. Al fin y al
cabo, el director y actor Robert Montgomery trató de llevar hasta las últimas
consecuencias la narración en primera persona de las novelas de Raymond
Chandler y, prácticamente, toda la película está realizada en plano subjetivo,
es decir, la cámara ve lo que ve el protagonista. Sólo sabemos de su aspecto
cuando se mira al espejo y en unos pequeños interludios en los que habla
directamente a la cámara para centrar la trama. Al fin y al cabo, aspira a
convertirse en novelista y, de vez en cuando, hay que aclarar algunos hechos.
El ejercicio de virtuosismo es muy meritorio, con planos de una enorme
complicación porque, como bien se sabe, hoy en día esa forma de contar una
historia no conllevaría ningún problema, pero en el año 1946 los equipos eran
pesados y grandes, se necesitaba un reajuste fotográfico instantáneo si se
movía el plano y los movimientos de los actores debían ser medidos sin dejar de
ser naturales.
Así que yo que ustedes me ponía cómodo. Esto, que no es muy normal, tiene sus ventajas porque el espectador sabe tanto como Philip Marlowe en cada momento y participa del suspense de una historia negra que, en esta ocasión, te lleva de la mano con paciencia y ganas de explicarse. Preparen su identificación y no olviden el sombrero. Tendrán que resolver el misterio por ustedes mismos.
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