martes, 4 de noviembre de 2008

EL MEJOR HOMBRE (1964), de Franklin J. Schaffner


Alcanzar el poder a través de medios razonables es una quimera que tan sólo resulta posible para los que aún creen en el idealismo. Y todo el mundo sabe que el idealismo, el verdadero idealismo, es incompatible con el poder. Esa es la encrucijada en la que se tiene que mover un hombre que quiere cambiar las cosas si consigue la nominación a la presidencia dentro de su propio partido. No quiere el chantaje. Y si el contrario quiere jugar con las cartas marcadas, que lo haga. Él cree que la honestidad y el deseo de hacer las cosas bien son su mejor arma. No importa quién sea el hombre. Lo que importa es la confianza en la capacidad para hacer que las cosas vayan mejor, que la gente viva, aunque sea, un poquito mejor; que el lento discurrir de la maquinaria legal y política sea mejor. Y tiene la certeza de que el que pueda conseguirlo…ése es el mejor hombre.
No es ajeno a las jugadas tramposas y arteras que depara el entramado político. Él también quiere pactar y hacer tratos pero todo con un fin común. El poder en sí mismo no es la meta, es el medio para conseguir pensar en los demás porque sabe que esa clase de gobernante está en absoluto peligro de extinción y, que si no hay hombres como él, dispuestos a prescindir del poder si es necesario y sin ningún apego por la ambición personal, la gente sufrirá…sí, tendrá instantes en que se celebren victorias, leyes, proposiciones y decretos pero será la alegría de un momento efímero, la gloria de hoy que cubra la decepción del mañana y algo que sólo puede alimentar la memoria de lo concreto, no la estabilidad de lo que desean la mayoría de los ciudadanos, lo que todos compartimos, lo que todos queremos.
Henry Fonda aporta su inolvidable rostro de héroe infeliz a ese hombre que llega a la conclusión de que, inevitablemente, el mejor hombre, el más indicado, el que verdaderamente tiene preocupaciones por servir al bien común es aquel que no se presenta. Sencillamente porque la tela de araña de intereses creados alrededor de una línea política es tan densa que tapa cualquier otro propósito. Quizá pueda servir mejor al bien común desde fuera. Por el camino, se ha visto tentado a desviarse de su conducta normal, de ser corrupto con figura de honradez, de ceder a la erótica de un poder que se ceba en las entrañas de quien cae en ella. Y no le importa salir por la puerta de atrás, sin ruido, sin alharacas, sin magnas despedidas. Platón revisitado en nuestra cultura moderna. Una prueba más de que él es el mejor hombre.
Dirigida con una increíble precisión de la puesta en escena por Franklin Schaffner en un proyecto que, en principio, iba a ser dirigido por Frank Capra (de lo que, estoy seguro, hubiera salido una película totalmente distinta), “El mejor hombre” se va convirtiendo en una cinta de asombrosa actualidad ahora que tenemos cerca los comicios norteamericanos y que destapa cómo, con el tiempo, los candidatos que se presentan con premisas de esperanza son prisioneros de un millar de intereses que han caído sobre ellos en el interminable espectáculo en el que se convierte su propia campaña electoral. Y lo peor de todo es que sabemos, gracias a esta película, que ninguno de ellos es el mejor hombre.

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