A medio camino entre Alarma en el expreso, de Alfred Hitchcock y de ese maravilloso guión escrito por Akira Kurosawa y rodado por Andrei Konchalovsky titulado El tren del infierno, Brad Anderson articula un paisaje de crueldad apoyándose en la orografía de un primer plano repetitivo y mareante para remarcar que el peligro está en las fieras que acechan en la estepa y no en los secretos que esconde el desierto blanco.
La mayor virtud de esta película está en que es muy consciente de su condición de serie B y que no pretende ser otra cosa. Con las premisas del misterio que emanan las traviesas de una vía que puede no llevar a ninguna parte, Anderson construye con paciencia un argumento de inquietud maestra y de emoción carente. El resultado es la inevitable conclusión de que el trayecto es mucho más interesante que el final. El juego de equívocos, engaños, viajes de vuelta e ingenuidades de ida se convierte en un apasionante muestrario de matrioschkas que siempre guarda una sorpresa en su interior. Para ello, Anderson cuenta con un admirable plantel de actores que, desde el primero hasta el último, son capaces de helarnos el semblante a través de un uso de planos cercanísimo y desencuadrado que puede llevar a la irritación para combinarlos después con unas impresionantes tomas aéreas del convoy que se adentra en el infierno de hielo.
Más allá de eso, Anderson, en su guión, es hábil aireando la trama con ocasionales salidas para dar un respiro al espectador, como si quisiera cambiar del blanco al rojo, y después de intentar, hasta con planos imposibles, transmitir la agobiante sensación de estrechez que se respira en un expreso que va parando en las estaciones de la normalidad, la sorpresa, el estupor, el despiste, el ataque, la muerte, el equívoco, la vileza y la fascinación por un par de personajes que consiguen poner en marcha el tiempo y desenterrar el futuro que tantos aún tenemos congelado.
Y es que no cabe duda de que hay viajes que, por el mero hecho de hacerlos, son una aventura que nos sumergen en pesadillas mientras, casi sin darnos cuenta, nos van mostrando vagones enteros de la realidad. Anderson sabe deslizar con habilidad en el guión algunas trenzas sobre la responsabilidad en la vida, sobre un país en trance de destrucción emocional como herencia de un régimen que hizo que vivieran en la oscuridad para luego desaparecer y encender la luz para que la gente muera y sobre el derecho que todo el mundo tiene sobre las segundas oportunidades.
En las traviesas de cada uno de los fotogramas que van pasando a velocidad de locomotora por delante de nuestros ojos, siempre hay un lugar para el misterio bien contado, con los típicos chorretes de hielo colgando de las ruedas del tren y con el tan traído y llevado mito del falso culpable planeando por algunos de los flecos de una trama que no siempre guarda lógica pero que sigue religiosamente el mandamiento de Alfred Hitchcock en el que la lógica era totalmente prescindible si el trayecto de la incoherencia era suficientemente divertido. Y como muestra un botón en la que es, posiblemente, la mejor escena de la película: el intento de la chica por deshacerse de alguna manera de una mochila que la inculpa y la compromete en un país donde se vive y se convive diariamente con el peligro. Ahí está la herencia del maestro inglés.
Y, al final, enganchado en el último de los vagones del convoy, como figura muy importante que sobrevuela el relato, siempre está el pasado, rémora y experiencia que es preciso desenganchar definitivamente para poder afrontar el siguiente tramo de una vida blanca y escondida en algún lugar de nuestro carril de hierro mientras, con denuedo, intentamos matar a nuestros demonios llevándonos también a todos nuestros ángeles.
Más allá de eso, Anderson, en su guión, es hábil aireando la trama con ocasionales salidas para dar un respiro al espectador, como si quisiera cambiar del blanco al rojo, y después de intentar, hasta con planos imposibles, transmitir la agobiante sensación de estrechez que se respira en un expreso que va parando en las estaciones de la normalidad, la sorpresa, el estupor, el despiste, el ataque, la muerte, el equívoco, la vileza y la fascinación por un par de personajes que consiguen poner en marcha el tiempo y desenterrar el futuro que tantos aún tenemos congelado.
Y es que no cabe duda de que hay viajes que, por el mero hecho de hacerlos, son una aventura que nos sumergen en pesadillas mientras, casi sin darnos cuenta, nos van mostrando vagones enteros de la realidad. Anderson sabe deslizar con habilidad en el guión algunas trenzas sobre la responsabilidad en la vida, sobre un país en trance de destrucción emocional como herencia de un régimen que hizo que vivieran en la oscuridad para luego desaparecer y encender la luz para que la gente muera y sobre el derecho que todo el mundo tiene sobre las segundas oportunidades.
En las traviesas de cada uno de los fotogramas que van pasando a velocidad de locomotora por delante de nuestros ojos, siempre hay un lugar para el misterio bien contado, con los típicos chorretes de hielo colgando de las ruedas del tren y con el tan traído y llevado mito del falso culpable planeando por algunos de los flecos de una trama que no siempre guarda lógica pero que sigue religiosamente el mandamiento de Alfred Hitchcock en el que la lógica era totalmente prescindible si el trayecto de la incoherencia era suficientemente divertido. Y como muestra un botón en la que es, posiblemente, la mejor escena de la película: el intento de la chica por deshacerse de alguna manera de una mochila que la inculpa y la compromete en un país donde se vive y se convive diariamente con el peligro. Ahí está la herencia del maestro inglés.
Y, al final, enganchado en el último de los vagones del convoy, como figura muy importante que sobrevuela el relato, siempre está el pasado, rémora y experiencia que es preciso desenganchar definitivamente para poder afrontar el siguiente tramo de una vida blanca y escondida en algún lugar de nuestro carril de hierro mientras, con denuedo, intentamos matar a nuestros demonios llevándonos también a todos nuestros ángeles.
4 comentarios:
Pues fíjate que a mí me tiraba un poco para atrás esta peli. Que no me fío de los que toman el nombre de Sir Alfred en vano, que ya nos hemos llevado muchos chascos. No me atreví a recomendarla en el foro de cinéfilos por esa misma razón. Después de leerte, no sé,¿debería darle una oportunidad o qué?
Bueno, Dex, si te fijas un poco en lo que he escrito, no estoy diciendo que sea ninguna locura. Más bien a lo largo de la crónica doy una de cal y otra de arena. Es decir, lo que intento es, más o menos, expresar la famosa frase "Psé, no está mal si usted no tiene nada mejor que hacer. Tampoco es para tirar cohetes". El acercamiento a Hitchcock se hace con bastante respeto sin renunciar a las un tanto tontas y nerviosas premisas estéticas de Anderson y el gran acierto es esa mezcla de "El tren del infierno" que se hace patente hacia el final. Se puede ver.
Un saludo y gracias. Tampoco sería algo que yo recomendaría, así que no fallaste, Dex.
Personalmente opino que hay películas a las que uno no le otorga a priori demasiado confianza pero que luego te sorprenden gratamente.
Ese fue el caso de Transiberian para mi. No es que sea la octava maravilla del mundo, pero tiene momentos y eso ya es mas de lo que te ofrece la gran mayoría de la cartelera.
Eso si... sin subrayar con flashbacks absurdos e inútiles estaría mucho mejor.
Un saludo.
Hola, Chus:
Estoy de acuerdo con tu valoración. No es que sea algo del otro jueves pero tiene algunas secuencias que no están mal. Los planos tomados desde el aire del tren remitiendo directamente a la película de Konchalovsky, o la secuencia de las "matrioschkas" que es puro Hitchcock. No mata. Pero tampoco duele. Y estoy de acuerdo también en esa aligeración de flashbacks y de explicaciones inútiles. Bienvenida y gracias.
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