La mirada infantil es una de las constantes que pueden aparecer en el cine de un director como Robert Mulligan. Ahí lo tuvimos de manera preclara en esa auténtica joya titulada Matar a un ruiseñor y lo tenemos confirmado en otras obras como Verano del 42 o El otro. En este caso, lo que tenemos es la mirada en potencia de un niño que aún no ha nacido y cuyo destino será el comprobar que sus padres son unos auténticos desconocidos entre sí y que él es fruto de un encuentro fortuito. Tal vez ese niño, ni siquiera llegue a nacer teniendo delante de sí la posibilidad de un aborto. Para ello, Mulligan contó con un Steve McQueen fuera de su registro habitual que realiza un trabajo dramáticamente perfecto y en el que demuestra su maravilloso potencial como actor alejado de las habituales producciones de cine de acción. En el lado opuesto, Natalie Wood, que, tal vez al ver el estupendo trabajo de su compañero, eleva varios grados su nivel habitual para componer un personaje de esos que se quedan impresos en algún lugar de nuestro corazón. Como soportes más que apreciables está Herschel Bernardi, como el hermano de la chica, un actor de comedia que se muestra posesivo e intratable o Tom Bosley, un interludio cómico realmente divertido.
Pero uno de los grandes aciertos de esta película es su tratamiento. Sin llegar a ser una comedia y sin perder la cara dramática en ningún momento, hay un sano sentido del humor que salpica toda la historia que hace que rara vez se nos caiga una sonrisa, a medio camino entre la hilaridad y la satisfacción, al ver esta historia de amor que derrocha ternura y valentía entre sus personajes tan entrañables como pintorescos. En cualquier caso, en una película que desprende una rara química entre sus intérpretes principales y en el que, en muchos momentos, las miradas llenas de expresión, capaces de sustituir a todas las palabras del mundo, son auténticas protagonistas de un drama que toca un asunto extremadamente serio, lo que la convertía, en el año 1963, año en que se realizó, en una historia valiente y osada que fue bien recibida en su momento.
El encanto de unas bobinas de película reside, en gran medida, en los ojos de quien las ve. Por eso, si la ven, yo les diría que se quedaran relajados, que piensen en las actitudes de estos personajes tan enamorados como perdidos y en lo que harían en su lugar. Tal vez así podamos entrar cómodamente en el juego que nos propone Robert Mulligan. Al fin y al cabo, la crudeza de un aborto puede hacer que la vida se escape a nuestro control, aunque suene a frase trasnochada y a pensamiento anquilosado.
Pero uno de los grandes aciertos de esta película es su tratamiento. Sin llegar a ser una comedia y sin perder la cara dramática en ningún momento, hay un sano sentido del humor que salpica toda la historia que hace que rara vez se nos caiga una sonrisa, a medio camino entre la hilaridad y la satisfacción, al ver esta historia de amor que derrocha ternura y valentía entre sus personajes tan entrañables como pintorescos. En cualquier caso, en una película que desprende una rara química entre sus intérpretes principales y en el que, en muchos momentos, las miradas llenas de expresión, capaces de sustituir a todas las palabras del mundo, son auténticas protagonistas de un drama que toca un asunto extremadamente serio, lo que la convertía, en el año 1963, año en que se realizó, en una historia valiente y osada que fue bien recibida en su momento.
El encanto de unas bobinas de película reside, en gran medida, en los ojos de quien las ve. Por eso, si la ven, yo les diría que se quedaran relajados, que piensen en las actitudes de estos personajes tan enamorados como perdidos y en lo que harían en su lugar. Tal vez así podamos entrar cómodamente en el juego que nos propone Robert Mulligan. Al fin y al cabo, la crudeza de un aborto puede hacer que la vida se escape a nuestro control, aunque suene a frase trasnochada y a pensamiento anquilosado.
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